lunes, 17 de diciembre de 2007

El Amor es como Mierda en Chancleta...


Decía la abuelita de una amiga: “Mujer enamorada, plata y mierda en chancleta no se pueden esconder”.

El dicho me parecía gracioso pero extraño, no entendía como lo sublime del amor podía igualarse tan llanamente con una chancleta embarrada en mierda… Pero este fin de semana lo supe todo y, una vez más, confirme la infinita sabiduría del refranero popular:

Un profesor del postgrado se antojó de evaluarnos a través de un trabajo en equipo. Al menos desde mi experiencia, en un postgrado la palabra compañerismo se limita a compartir –porque no queda otra- un salón de clases. A lo sumo, uno coincide en varias de las materias con la misma gente y surge cierta relación de “conocidos” pero no más. Por eso, cuando un profesor se encapricha con asignar trabajos en equipo la cosa tiene visos de tragedia, no solo porque cada quien tiene ya bastantes ocupaciones en su vida como para tener que sacar tiempo para reuniones e intercambios, sino porque, además, generalmente la cosa deriva en una desagradable lucha de egos hipertrofiados…

Pues bien, teníamos que trabajar en equipo y, con muy poca emoción y mucha resignación, me junté con dos compañeros con los que he visto varias materias y una muchacha conocida por ellos.

Estos compañeros siempre me han parecido gays, pero eso no es nada extraordinario pues al menos el 80% de los hombres del postgrado lo son. Uno de ellos –al que realmente conozco mejor y llamaré Carlos- es un hombre de cincuenta y tantos años, muy inteligente y algo presumido; el otro es un muchacho de algo más de treinta, no tan brillante pero sí muy dedicado. Por su parte, la muchacha –amiga de este último- es una jovencita de veintipocos sifrinísima y –contrario a lo que esperaba- muy simpática.

Consecuente con su apariencia controladora y obsesiva, Carlos fijó como punto de reunión su casa, sacaríamos todo el trabajo este fin de semana…

Ayer sábado debíamos reunirnos a las 10 de la mañana pero, como es común en Caracas, la dirección de Carlos era tan enrevesada que terminé llegando a las 11. El otro muchacho ya estaba allí cuando llamé a eso de las 10 y 10 para pedir referencias. Una vez en la casa, la muchacha llamó también para pedir auxilio pues estaba perdidísima, Carlos y el muchacho empezaron a comentar sobre el sitio donde estaba y las calles que debía tomar para llegar a la casa, lo que me hizo pensar que el muchacho vivía por la zona: “-Ah, ¿pero tu vives por aquí?” “-Sí, yo vivo cerca.” Me respondió.

Carlos debió salir a rescatar a la perdida y a los pocos minutos llamó al muchacho al celular para avisar que yo había dejado las luces de mi carro encendidas, yo sólo escuche al joven decir: “-¿Pero con qué llave bajamos… Ah, ok.”. Luego me explicó lo de las luces y se dirigió a un mueble del que sacó un juego de llaves en las que ubicó al primer intento las llaves de la puerta y de la reja…

Yo, todavía despistado, le comenté: “-Muchacho, pero qué suerte, las pegaste a la primera”.

Llegó Carlos con la sifrina y comenzamos a trabajar… Luego empezaron a sucedes cosas realmente extrañas, como que el muchacho pedía permiso para usar o tomar algunas cosas pero en otros casos se movía por la casa con entera comodidad…

El asunto se puso interesante cuando el muchacho se ofreció a ayudar haciendo el café luego del almuerzo y resultó conocer perfectamente el sitio donde estaba guardado cada utensilio e ingrediente necesario…

Así siguió aquel parapeto de excusas y permisos mezclados con muestras descuidadas de confianza y dominio hasta que –ya en la tarde- la muchacha dijo tener mucho frio y Carlos fue a buscar varias chaquetas y suéteres. Luego de que ella escogió su prenda Carlos le ofreció los abrigos restantes al muchacho con estas palabras: “-Y tu mi amor… …no tienes frío?” Ese “amor”, comenzó con una ‘A’ decidida y rotunda pero luego de la ‘O’ se fue apagando hasta prácticamente callar la ‘R’… Hubo algunos milisegundos de silencio gélido, e inmediatamente Carlos cambió de tema con naturalidad.

Así continuamos trabajando ayer y hoy. El muchacho hacía de vez en cuando comentarios propios de un invitado y más de una vez Carlos perdía pista y le respondía con ese tonito de “pero si tu sabes bien dónde está”, otras tantas veces al muchacho lo sobrepasaban sus buenos modales y tenía reacciones propias de un anfitrión, que luego trataba de disimular.

Era obvio que no podían controlar el instinto de comportarse como una pareja. También era obvio el amor en sus miradas cuando uno escuchaba los razonamientos o explicaciones del otro…

Ayer y hoy se inventaron excusas para justificar el porqué el muchacho se quedaba en casa de Carlos y no partía junto con nosotros…

Todo esto me produjo una gran ternura, parecían un par de niños tratando de ocultar una travesura que tenían escrita en la frente.

No dudo que ellos sospechen –o más bien, sepan- que yo también soy gay, así que espero que hayan entendido la alegría y la solidaridad que traté de transmitirles, desde el silencio, con mi mirada…

Y, definitivamente, es cierto: “el amor es como la mierda en chancleta”, es imposible de ocultar…

jueves, 13 de diciembre de 2007

"Un ángel no hace el amor, es el amor"

Pygar, el ángel ciego, en: 'Barbarella, Reina de la Galaxia'.







jueves, 6 de diciembre de 2007

Esperando a Caronte

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La visita guiada a ‘La Crema’ y el resto de la “inducción a la mariquera” impartida por Antonio fue determinante en mi visión y mi actitud frente a la sexualidad.

Si aún hoy, saber que una persona conocida está infectada de HIV provoca cierta aprensión, a finales de los 80 las reacciones eran de pánico y rechazo explicito. La mayoría de los portadores desarrollaban algún síntoma o vivían una rutina cíclica de enfermedad-mejoría-enfermedad, pues los medicamentos no eran ni la mitad de efectivos que los actuales. Un enfermo de SIDA era un paria viviendo tiempo extra.

Según recuerdo, Antonio no trabajaba, decía escribir un libro cuyo sugestivo título sería “Esperando a Caronte” y generalmente lo acompañaba ‘Vanessa’ una muchacha loquísima que también estaba infectada y de quien Antonio decía que era “un marico con cuchara” a lo que Vanessa respondía que eso era cierto, pero que él, a su vez, era “una puta con güevo”.

Antonio sufría de una infección pulmonar que de tanto en tanto lo mandaba al Hospital Clínico Universitario, mientras que Vanessa tenía instalado un hongo en el dedo pulgar de una mano que cada día se veía peor.

Si Antonio y Vanessa ofrecían la experiencia y el desenfado de quienes regresan perdidos (o victoriosos según se vea) del infierno, nosotros nos encontrábamos en el otro extremo de la anormalidad: más que “niños buenos” éramos una selección de inexpertos, sobreprotegidos y, sobre todo, peligrosamente ingenuos.

La relación con Antonio duró poco, pero en esas semanas se comprimieron años de experiencia y conocimiento. Antonio (más que Vanessa) nos adoptó y se ocupó de nuestra educación sobre sexo y homosexualidad, mientras que nosotros (más Juan que yo) nos ocupábamos de sus carencias emocionales y materiales. Así, mientras Antonio nos llevaba al Cine Urdaneta, al Callejón de la Puñalada, a los diferentes circuitos de Caracas y al Ice Palace, nosotros le procurábamos comida, un poco (muy poco) de dinero y mucho afecto.

De hecho, a la semana de vernos con él a diario, alguno de nosotros confesó que estaba preocupado porque comenzaba a sentirse “enamorado” de Antonio y resultó que todos estábamos en lo mismo: Teresa, Juan y yo sentíamos una mezcla de ternura, lástima, cariño y deseo que confundíamos (¿o eso es en realidad?) con amor. Por ese enamoramiento hubo episodios de celos y recelo. La primera en deponer el interés fue Teresa quien nada tenía que buscar con el muy homosexual Antonio, así que dejó de asistir a los encuentros. Luego yo mismo preferí ceder ante Juan que decía sentir un “gran y verdadero amor” que –según afirmaba- era correspondido por Antonio cuando se veían a solas.

Todo terminó a causa de un gran peo que podría resumirse así: 1º Antonio me dice que Juan lo tiene asfixiado al insistir en una relación que él no quiere pues Juan no le gusta para nada; 2º En medio de una crisis de amor no correspondido, yo le digo al desesperado Juan que se deje de pendejadas porque Antonio no lo quiere y solo desea amistad, y 3º Herido en su orgullo, Juan me manda a lavar ese culo y a beberme el agua resultante por envidioso y mentiroso pues Antonio le ha declarado su amor varias veces y el único problema es que aquél no quería exponerlo al contagio…

Nunca más volvería a ver a Antonio. Tampoco lo volvería a ver Juan, con quien me reconcilié medio año después. Para ese momento ya no era virgen y me movía por el “ambiente” como pez en el agua, siempre a la caza de experiencias nuevas y, preferiblemente, proscritas. El gusto estaba (y está) en conocer que tales cosas existían y en vivirlas lo más cerca posible, siempre como testigo, siempre de visita, probando sólo cuando el riesgo era mínimo y estaba controlado.

Ese sería el legado del querido Antonio: el poder que da saber que se pueden vivir las experiencias más atroces o sublimes sin involucrarse, siendo sólo un testigo y plenamente consciente de las consecuencias que tiene el dejar de ser solo eso.




(Con cariño para Antonio, quien seguramente se habrá encontrado con Caronte hace más de una década y debe vivir feliz en el Hades, envidiado por ingenuos que partieron sin disfrutar de la vida).

sábado, 1 de diciembre de 2007

Del Día Internacional de la Lucha Contra el SIDA y los Enanos Toreros o de cómo todos podemos ser gays...




Corría el final de los 80’s y, estando ya en el último año de la carrera, comenzaba a volver la mirada hacia ese tema que había decidido mantener a buen resguardo: el asunto de mi identidad sexual…

Después de casi una hora de susto en el pecho, de risas nerviosas y con la garganta hecha una crineja, sentados en un pasillo de CCCT, le había confesado a Juan, mi mejor amigo (compañero del bachillerato y de la universidad), que era gay.

Recuerdo que me desilusionó la poca o, mejor dicho, ninguna sorpresa con que Juan tomó la noticia y, así mismo, la diminuta proporción que tomó mi “drama humano” cuando, acto seguido a mi confesión, Juan me soltó que él –hijo de gallegos y parecido al papá de Manolito- no era gay, sino “una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre”…

Dos o tres días después de eso, le conté “mi secreto” a Teresa, compañera del primer año de la carrera y desde entonces mejor amiga. Ella también se lo tomó con la mayor naturalidad.

Los tres formábamos un grupo bastante particular, algo así como un club de frikis altamente desadaptados. Cada quien hacía su vida académica por separado en diferentes secciones pero antes de clases y al finalizar, nos reuníamos en un banco de la plaza central y allí nos dedicábamos a joder y reír como unos niñatos…

Después del intercambio de confidencias (Juan le contó a Teresa y ella nos confesó a ambos que una vez graduada se quería hacer monja), nos unimos aún más y comenzamos a frecuentar el Ateneo de Caracas y el área de los museos, por cuyos pisos y terrazas vegetábamos viendo pasar a los personajes más pintorescos. Nosotros mismos nos mimetizamos en una especie de “hippies-punketos-pregóticos-nerds-gallos-come flores”, nos perforamos las orejas en los jardines del Teresa Carreño y hacíamos la siesta en la columnata del Museo de Arte Nacional…

En eso estábamos cuando Teresa anunció un evento que sería decisivo en nuestras vidas: “-El primero de enero es el día internacional del SIDA y Fundavalor dará una conferencia en el Ateneo.” Demás está decir que en ese entonces los tres éramos vírgenes y estábamos recagados de miedo con el tema del SIDA, así que fuimos.

Nada más llegar, saliendo del ascensor y sin ver aún a nadie, nos quedamos pasmados al escuchar los chillidos destemplados de una loca que clamaba: “¡Pasen, pasen que esto va a comenzar!”. Era un muchacho flaquito y súper amanerado que fungía como chica de protocolo/productora ejecutiva…

No recuerdo bien que temas se trataron en la conferencia, sólo que se anunció que habría el testimonio de una persona infectada. Los tres intercambiamos miradas y nos dijimos: “Ese tiene que ser ‘Frutica”, nombre con el cual quedaría bautizado el muchacho de la puerta.

Finalizadas las ponencias, hicieron la presentación del “testimoniante”, un joven de veintitantos años, infectado con el VIH, bla, bla, bla: el señor Antonio Santaella… Pero el muchacho que se acercó al pódium no fue “Frutica” sino un tipo muy bien plantado, delgado pero fibroso, alto, no bonito pero sí muy atractivo y con una voz profunda y serísima.

Tampoco recuerdo de qué nos habló, supongo que de su experiencia personal, el hecho es que nosotros tres, “vírgenes-hippies-gallos-pregóticos de biblioteca” estábamos fascinados ante la presencia de aquél ser.

Concluido el acto, Frutica esperaba a las puertas del salón para invitar a los presentes a un “refrigerio”. Nos quedamos al ágape, más que todo por seguir contemplando desde lejos a aquél hombre misterioso e interesante que permanecía solo en una esquina de la terraza.
-Voy a hablar con él. Les dije.
-¡Qué!, ¿Tu estás loco?- Me respondieron al unísono -¿Qué le vas a decir?
-Pues que soy homosexual y tengo pánico a contagiarme, eso.
-No, no vayas, qué bolas tienes tu.

Pero, a pesar de mi furibunda cobardía, emprendí la marcha y lo abordé.

Tampoco recuerdo qué le dije al principio, creo que exactamente lo mismo que apunté arriba: “Hola, ¿cómo estás? Quisiera hablar contigo porque soy homosexual y tengo mucho miedo de contagiarme con el SIDA…”.

Antonio fue muy amable y se puso a charlar conmigo. Juan y Teresa se quedaron petrificados y luego se fueron acercando como esas ardillas miedosas que llegan a comer de una mano luego de que alguna más astuta o tonta ha dado el primer paso.

La cosa se animó y nos quedamos hasta el final, de hecho, hasta que Antonio decidió que era hora de irnos porque “Frutica” estaba muy necia. Nos pidió que lo acompañáramos a su casa: un cuarto alquilado en una pensión de Santa Rosalía. Ninguno de nosotros tenía carro, de hecho nuestro capital consistía en una buena ración de tickets estudiantiles del Metro, así que nos fuimos caminando y, al llegar a la Fuerzas Armadas, nos sentamos en las escaleras de la capilla del colegio Fray Luis de León, donde Antonio concluyó su arenga prometiendo que nos enseñaría el mundo gay “desde lo más bajo hasta lo más sublime”.

Así comenzamos a ver a Antonio casi a diario. Nos encontrábamos en el Ateneo y de allí pasábamos al bar del Rajatabla, caminábamos por Los Caobos o hacíamos las diferentes rutas por las que podía subirse hasta su casa. Cada vez, Antonio entreveraba temas de salud sexual con relatos sobre sus aventuras en los sitios por los que pasábamos, contándonos cómo había tirado en los jardines de Los Caobos, cómo se levantaba a lo largo de la avenida México, que a los borrachos de la Plaza Carabobo les gustaba mamar güevo, de sus amigos bomberos de la estación central de la Lecuna.

Estas caminatas culminaban muy tarde, muchas veces luego de la hora de cierre del Metro, por lo cual –después de acompañar a Antonio a casa- nos regresábamos caminando al Ateneo, atravesábamos Los Caobos y seguíamos hasta Plaza Venezuela, Los Estadios y Los Ilustres, donde nos separábamos y cada quien seguía rumbo a casa. …Sí, obviamente Caracas era otra en ese entonces…

Una de esas tardes Teresa no pudo acompañarnos (quizá ya estaba un poco aburrida del tema gay) y Antonio nos sentenció: “-Hoy comenzamos el tour, y comenzamos por lo más bajo: Hoy vamos a ‘La Crema”.

“La Crema”, era una especie de bar ubicado en una esquina de la avenida Lecuna, justo en frente del Teatro Nacional. Antonio lo describió como el sitio de ambiente más sórdido de la ciudad y nos advirtió, como si se tratase de la patrulla de un plan vacacional: “ustedes llegarán conmigo y saldrán conmigo, ni se quedarán allí ni se van a ir con nadie más, no se separen, si quieren pueden dar su nombre pero ningún otro dato personal …Seguro van a causar sensación, dos muchachitos como ustedes en La Crema, jajaja…”.

Llegamos como a las 10 de la noche. Efectivamente aquello era un local de muy mal aspecto, una cueva de luces rojas, mesas de pantry y sillas de semi cuero. Juan y yo esperábamos encontrar el sitio plagado de “Fruticas” pero lo cierto es que la mayoría de la gente no era precisamente loquitas… Aquello daba miedo de verdad, parecía el bar de La Guerra de las Galaxias con Jabba The Hutt incluido…

Esa visita fue terapia de choque pura y dura: no solo cualquiera podía ser gay, sino que un gay podía ser un cualquiera… Un mecánico (de braga, cara y manos engrasadas) comenzó a sonreírle a Juan desde la barra mientras se sobaba el bojote… Yo fui al baño a descargar las cervezas y un hombrecito calvo y de un insano color naranja se sacó el machete y comenzó a pajearse mientras me guiñaba el ojo… Pero el punto máximo de la velada fue cuando, en una escena realmente lírica (que luego reconocería en “Carmen”) la puerta roja de semi cuero capitoneado se abrió y dio entrada –entre gritos, vítores y aplausos- a un grupo de enanos.
-¡Llegaron los Enanos Toreros! Grito Antonio soltando una carcajada.
-¡¿Que queeeeé?! Riposté yo porque Juan estaba mudo.
-¿Cómo que los Enanos Toreros?
-Los Enanos Toreros, los que torean en El Nuevo Circo, ¿no sabes?
-Sí, he escuchado algo ¿pero qué hacen aquí? No me dirás que son “de ambiente”.
-¿Esos enanos? ¡¡Pero si son mariquísimos!!...

miércoles, 14 de noviembre de 2007

San Sebastián del Orgasmo Seco

Siempre he visto con sospecha y asombro a esos hombres que se descubren homosexuales más allá de la pubertad, entrados en la edad adulta o incluso casados y paridos. Sin embargo, tal cosa debe ser cierta pues yo mismo fui testigo de la metamorfosis de un muy querido amigo, el único amigo ‘straigh’ con el cual había logrado trabar una confianza tal que conocía a mi pareja, nos acompañaba a sitios de ambiente y no juzgaba ni marcaba distancias. Él tenía su novia, se la cogía y era feliz…

Pero un buen día dejó a su tierna, se volvió el más compinche de mis compinches y poco tiempo después, entre lágrimas, me contaría que sentía algo muy especial por el hijo adolescente de su conserje, aquel sentimiento era tan fuerte que lo llevaba a pararse a las 5 de la mañana para ayudar al muchachito a sacar la basura del edificio… Así, a sus 25 años, mi mejor amigo ‘straigh’ devino en loca asalta cuna y de aspiraciones rastreras.

Aunque lo acompañé y le apoyé fielmente durante su crossover, nunca me creí del todo que tan desaforada pasión homo-pedófila hubiese surgido así no más, de la nada.

Claro, seguramente no me lo termino de creer (en su caso y en todos los similares) porque yo siempre tuve clarísimo mi gusto por los hombres. Tan natural era aquel sentimiento que el verdadero trauma llegó cuando comprendí que aquello que me había acompañado desde siempre era para los demás una aberración vergonzante y antinatural, supongo que algo similar sentirían Adán y Eva al reconocerse por primera vez desnudos luego del pecado original.

Preclaro desde siempre, con ocho o nueve años, la pornografía era un tema absolutamente desconocido para mi, quizá habría visto ya alguna revista de mujeres desnudas en el colegio y por esa época, o poco después, conseguiría una única revista que pertenecía a mi padre y que, obviamente, solo mostraba mujeres. Pero imágenes de hombres desnudos no llegarían a mis manos sino mucho tiempo después. Así que mis primeras pornográficas con las que mataba mi curiosidad y algunos años más tarde asistiría mis masturbaciones secas, fueron los libros de arte de la biblioteca familiar. Entre ellos había uno especialmente bueno, uno hermosamente empastado en cuero azul que compilaba centenares de fotos en blanco y negro.

Aunque las fotos eran pequeñas, ofrecían un paraíso de hombres desnudos: dioses griegos, emperadores romanos, santos martirizados…

De aquellas imágenes, dos eran definitivas, la escultura de Laocoonte y sus hijos: no sabía bien qué podría hacerse con un cuerpo como el de aquel hombre, pero de que algo bueno podía inventarse estaba segurísimo, y las pinturas de San Sebastián: yo no era consciente de mi propia homosexualidad pero de que San Sebastián era, ¡era!

¿O no lo creen así?



P.S. (12-01-08): Lo que sigue, es una pequñísima muestra de la iconografía de San Sebastián, pero la compilación más exaustiva que conozco (¡de meter miedo!...) está en este vínculo: http://bode.diee.unica.it/~giua/SEBASTIAN/ el cual es un dato que me regaló hoy Alex Macías, quien amorosamente lleva el blog 'Opera Scherzo', una rara joya que es necesario visitar...



























jueves, 8 de noviembre de 2007

Verte y Después Morir, Vol. II

…/…

Y sí, era casado. Aquella foto no podía significar otra cosa. Mientras él buscaba los papeles en el cuarto, yo sopesaba un puñado de opciones: “-Quizá esté divorciado, estoy seguro de que no lleva alianza en la mano; pero si está divorciado, qué sentido tiene conservar esa foto allí, tiene que estar casado. Coño, pero si está casado ¿cómo me va a traer a su casa? Este carajo o está loco o efectivamente quiere ayuda con su trabajo y nada más…”.

Más confundido quedé cuando Andrés llegó vistiendo bóxers, una franela roída que dejaba ver pedazos de su torso y sandalias de cuero. Me entregó una constitución y se sentó en una de las butacas, mesa de por medio. Al dilema de su estado civil se sumó otro: no sabía si molestarme ante la negada oportunidad de desvestirlo yo mismo (cosa con la que venía fantaseando todo el camino) o agradecerle que me dejara verlo de nuevo casi desnudo.




-Andrés, por las fotos veo que eres casado, ¿No? Le comenté fingiendo desinterés.
-Sí. Respondió sin agregar nada más.

Mientras hablábamos de la nueva constitución, Andrés –maestro de la seducción- se descalzaba y subía una y otra pierna a la butaca, cruzaba un brazo tras su cabeza… Algo estaba clarísimo: él era el dueño de la situación y la manejaba a su antojo. Luego de tentarme con la visión de sus muslos, sus pies, sus axilas, me ofreció (¿o le pedí?) un vaso de agua y al regresar de la cocina se sentó a mi lado, siempre conversando con descarada normalidad, como si existiese un buen grado de confianza entre nosotros.

Era obvio que Andrés no estaba prestando ninguna atención a los temas que supuestamente revisábamos y se divertía a mares haciéndome penar de deseo. Cuando tuvo suficiente de eso se acercó absolutamente confiado y me besó…

Antes de él, solo había sido besado por mi primera pareja. Por supuesto que entre ambos eventos habían transcurrido muchos besos, pero en ellos generalmente era yo quien besaba marcando el cómo y el cuánto o ambos luchábamos por dominar la boca del otro. Ser besado, es distinto.

Era Andrés quien me besaba y eso quedó claro cuando pasó su mano tras mi cabeza inmovilizándola. Su lengua era ágil y sus dientes especialmente afilados, llegué a temer que –si apretaba un poco más- tajaría mis labios si problema.

-Ven, vamos al cuarto.
-¿Y tu esposa Andrés?
-Hoy se queda en casa de su mamá.
-Pero, y si decide venir ni siquiera la has llamado, ¿por qué no la llamas?
-Ven, Vamos al cuarto.

Fuimos a su cuarto, al cuarto que compartía con su esposa. Seguramente lo adecuado hubiese sido sentir temor, culpa o al menos respecto por aquél lecho ajeno pero no fue así, no me importó para nada y es que por acostarme con él me hubiese echado sobre el altar mayor de una catedral.

De pie junto a la cama, tomó la franela para sacársela, pero lo detuve a tiempo: “-No, por favor déjame a mi”. A partir de ese momento Andrés entregó el mando y se abandonó a mi ávido hacer.

Lo tomé por la cintura, ambas palmas a sus costados, y poco a poco fui subiendo su franela mientras acariciaba su torso. Su piel era suave, firme y tibia. Con su pecho ya descubierto, lo abracé y hundí mi nariz en su cuello.




Aunque ello no hable muy bien de mí, he de confesar que soy muy genital: una vez en la cama –y sobre todo si se trata de un encuentro casual- no tengo paciencia para los prolegómenos, voy directo a alguna forma de contacto. Puede que luego acceda a juegos, caricias o pausas, pero primero debo adelantar algo concreto.

Con Andrés fue diferente y de ello tomaría conciencia mucho después. Instintivamente, a Andrés lo disfruté con todos los sentidos. Cierro los ojos y puedo recordar y casi recrear el aroma, el sabor y la textura de cada resquicio de su cuerpo; el galope de su corazón, el tono y matiz de cada gemido, cada queja, cada ruego suyo.

Tendido ya en la cama, barrí con nariz y boca sus brazos, su cuello y su pecho. Al llegar a sus pezones me sentí como quien conquista una cumbre, recordarán que al verlo entrar a la sala húmeda me sorprendió el color y tamaño de sus tetillas, rosadas y redondas como pétalos de una flor. Las besé, las mordí y esa noche entendí la fijación del macho común por las tetas femeninas.




Seguí bajando por su torso con boca, nariz y manos. Al llegar a sus bóxers me incorporé un poco y me dispuse a tomar la segunda cumbre. Pasé las manos tras su cintura y hacia sus nalgas bajando los pantaloncillos desde atrás con la intención de mantener su verga cubierta hasta el último instante. Andrés levantó las piernas y apuró la salida de la prenda. Tumbado sobre él, pude ver su pene con todo detalle: era grueso, mucho más ancho en la base sin que por ello la punta dejara de ser gruesa también. Al rodearlo con la mano mis dedos no se encontraron, cosa rara pues mis manos son grandes, así que tal desproporción me hizo tragar grueso.


Tiré de la piel descubriendo su cabeza que no era rosada como sus pezones sino de un rojo vivo. Su glande era redondo, carnoso y ancho rematado por un orificio más bien pequeño y sin labiecillos. Si todo el cuerpo de Andrés vestía una piel de tersura infantil, la cabeza de su verga mostraba las marcas de una vida mundana: marcas ásperas y oscuras, recuerdo de múltiples batallas.

Otra particularidad de aquél miembro maravilloso era que todo el borde de su cabeza estaba coronado con dos filas de minúsculos dientecitos blancos y triangulares que evocaban la boca de un tiburón. Llegué a temer que se tratase de alguna clase de lesión, luego supe que eran las mismas glándulas (o pápulas perladas) que muchos tenemos y que en él, como parecía ser la norma, eran hipertrofiadas.



Sus bolas eran pequeñas, más pequeñas que el promedio, pero en nada deslucían el esplendor del conjunto. Al menos sus bolas cabían completas en mi boca, cosa que nunca sucedió con su verga.

Luego de atender su pene recogiendo y catalogando cada aroma y cada sabor, me detuve un rato en su periné y tomé aliento para remontar la tercera y última cumbre, una a la que temía no me dejaría llegar.

Escribiendo esto acabo de caer en cuenta de que con Andrés nada fue como yo lo esperaba: me prestó atención cuando lo lógico era que me ignorará, resultó casado cuando su imagen era la del típico yupi homosexual, me entregó el mando cuando juraba que iría directo a por mi culo… Y lo mismo ocurrió cuando rocé el suyo con mi lengua, de un solo golpe se giró y quedó boca abajo dejando ante mis ojos el mejor culo jamás visto. Después me enteraría de su propia boca que no le gustaba su culo, que le parecía vulgar y desproporcionado y que mujeres y hombres por igual le hacían comentarios maliciosos acerca de él.




Pero las nalgas de Andrés eran “Perfectas”: redondas y turgentes. Su color era tan maravilloso y parejo como el del resto de su cuerpo, sin marcas de bronceado ni imperfección alguna, eran lampiñas y –en un nuevo error- pensé que, tan musculosas, sería difícil abrirlas para llegar hasta su fondo. Tampoco fue así, luego de acariciarlas, lamerlas y morderlas, se abrieron como fruta madura dando acceso a un valle de pelos y aromas dulces. Besé con ternura aquel canal y la cara interna de sus nalgas hasta asegurarme que toda tensión hubiese desaparecido, entonces le besé el culo, beso en el cual me esmeré como el que enseña a amar a una virgen. Tal esmero me ganaría recompensas pues, fuera de aquel tibio refugio, Andrés comenzaba a gemir con su voz ronca de macho “Perfecto”.

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jueves, 1 de noviembre de 2007

Verte y Después Morir, Vol. I


Reza un adagio: “Ver París y después morir". Me gusta pensar que la sentencia realmente se refiere a esa sensación especialísima de realización, éxtasis, arrebato y entrega sin reparo que nos produce el encuentro, así sea solo como espectadores, de algo perfecto…

En términos mucho menos poéticos y limitando la observación a la belleza física masculina, siempre he dicho: Hay unos pocos hombres perfectos a quienes solo mirar es un regalo divino y ante quienes –de llegar a interesarles- cualquier cosa distinta a una total rendición sería pecado mortal. En cualquier circunstancia, en cualquier momento, con cualquier consecuencia; ante el requerimiento de un “Perfecto” solo cabe una opción: la entrega incondicional…

Espero saber explicarme: no se trata de chicos lindos, hombres “recontra-buenos” ni siquiera de esos raros ejemplares que encajan con precisión en nuestra imagen del hombre perfecto (así, con minúscula), no. Un “Perfecto” (con P capital) es un ser que va más allá de lo que siempre hemos deseado, de cualquier fantasía o deseo. Un “Perfecto” es aquel que al cruzar tus ojos se vuelve lo único presente, detiene el tiempo y cuya luz pareciera golpearte el cuerpo diluyéndolo, dejando solo un par de ojos suspendidos en la nada anhelantes frente a sí.

No sé si haya quienes vivan esta experiencia varias veces en su vida o quienes se bajen del tren sin haberla saboreado, solo sé que en mi nada corto recorrido terrenal solamente he visto un “Perfecto” a quien -¡Alabado sea el Señor en las alturas!- llegué a “conocer”…

Esa tarde estaba yo muy tranquilo en plan desintoxicación en el sauna del gimnasio. Era temprano, de hecho, esa hora era inusual para mí pero debido a una cadena de extraños accidentes ese día sólo portaba mi celular y las llaves de casa, así que alcancé allí a mi cuñado para aprovechar su auxilio y concurrir juntos a un “evento-compromiso” familiar. El sitio estaba casi vacío. Sentado en el primer tramo de la tarima de madera divagaba en alguno de mis monólogos tormentosos con la mirada perdida en la vidriera y es que, supongo que para evitar malas tentaciones, el sauna era una salita angosta con una sola fila de asientos de dos niveles que daban de frente a un gran ventanal.

Bien, en eso estaba: “viendo lejos” como dicen por acá, cuando desde los vestidores se presentó una visión: un “Perfecto”, lo supe al instante. Como he dicho uno de los fenómenos cuánticos que acompañan la aparición de un “Perfecto” es la inmediata paralización del tiempo a su alrededor. Por eso lo supe, pues ese instante entre su asomo en la puerta de la zona húmeda y su ingreso al salón, se cuajó y fue eterno permitiéndome detallar su silueta, y es que la luz entraba a borbotones desde los vestidores tras de sí.

Era un muchacho joven, no más de 27 años y una talla superior al metro ochenta. Su cuerpo era un dibujo de Centeno Vallenilla, uno de los gigantes de la Fuente Venezuela: cabeza cuadrada, cuello grueso, espaldas anchísimas que caían en peligrosa pirueta sobre una cintura prieta; piernas de vértigo: muslos gruesos y firmes que se apoyaban sobre sólidas rodillas para luego prodigarse en unas generosas pantorrillas.



Venía desnudo, con una pequeña toalla blanca en la mano. Cegado por la luz, no pude ver lo que tenía entre sus piernas pero bien me hubiese dado por satisfecho con lo visto hasta entonces.

El tiempo reanudó su marcha y el “Perfecto” ingresó a la sala. Bajo las luces fluorescentes pude ahora ver el contenido de la silueta: un mar de piel color aceituna, entre dorada y cetrina, sin marcas ni sombras; todo él parecía estar bañado en cobre líquido. Tres máculas rompían aquella uniformidad: dos pezones rosados que no eran tetillas sino pezones, pálidos y del tamaño de un fuerte, y una moquetita de pelo negrísimo sobre su verga.

En ese instante, como sucede siempre en estos casos, yo no existía me había disuelto en el aire cálido, era solo una mirada plena de deseo.

Aquellos breves segundos me parecieron más que suficientes y, pesimista por convicción, estaba seguro de que el joven pasaría directo al vapor pero no fue así. El “Perfecto” se dirigió hacía mi, abrió la puerta y me miró a los ojos. En ese momento regresé a mi cuerpo y tomé consciencia de que, para él, seguramente yo había ejecutado una rutina de buceo descarado y lamentable, digna de un buen reclamo; pero simplemente entró al cuarto, cerró la puerta y se subió al segundo nivel del entablado clavando los ojos en el infinito.

Esa tarde despejé todo temor a las advertencias de mi abuela: “¡No tuerzas así los ojos muchacho, que te va a entrar un mal aire y te vas a quedar visco!”, pues aquello de mantener una actitud decente, la cara al frente y a la vez recorrer cada centímetro de su cuerpo no era tarea fácil.

Como pude, comprobé que no se rasuraba pues todo su cuerpo estaba cubierto de un vellón muy fino solo apreciable a corta distancia. Confirmé que sus piernas eran perfectas: sus pantorrillas bajaban en una curva deliciosa y amplísima que moría en sus talones. Pude ver que sus manos y pies eran también grandes e impecablemente cuidados y que el perfil de su cara era tan o más hermoso que su visión frontal: su nariz era grande (como todo él) pero armoniosa y diabólicamente masculina, su frente era alta y vertical: un risco sobre el cual rompían olas de un mar endrino, rudos rizos, hilos de ónix.

Pero lo mejor de todo era el espectáculo que ofrecía su verga. Ya he dicho que todo él era grande y me gustaría explicar bien esto: no se trataba de un cuerpo construido a base de ejercicios -claro que se ejercitaba y estaba en tono- pero era obvio que se trataba de estos seres benditos que detentan un cuerpo hermoso por naturaleza y sin esfuerzo alguno. Todo él parecía hecho a una escala mayor, cada músculo hinchado, cada hueso crecido eran así de suyo no por pesas o esteroides… Bueno, siendo un hombre “grande” su pene no estaba fuera de proporción: era grande, quizá de unos veinte centímetros pero el largo se veía compensado (por no decir opacado) por el ancho. Ese pene, un pene “Perfecto”, visto desde abajo y en lateral colgaba como un péndulo entre sus piernas al borde de la grada.

Afortunadamente yo estaba cubierto con la toalla pues la erección que sufría era apoteósica. Recuerdo con gracia que ya llevaba varios minutos en el sauna cuando él llegó y comenzaba a sofocarme pero salir era imposible porque no había manera de esconder mi excitación.

Demás está decir que ni en un solo instante llegue a pensar que a aquel “Perfecto” le pudiese siquiera importar mi presencia y menos aún que tuviese interés en cruzar palabra conmigo, de manera que cuando –con la proeza fisiológica de verlo con la oreja derecha- advertí que la verga se le comenzaba a llenar de sangre me dio como una vaina (y lo siento pero no puedo ser poético: ¡me dio una vaina!). Aquella bestia de bronce empezó a crecer y a crecer, y aunque se veía cada vez más pesada, comenzó a levantarse hasta que se perdió tras su muslo izquierdo luego de lo cual él tomó la toalla (siempre sin verme) y se cubrió.

Era obvio que el “Perfecto” se había excitado, y ante la ausencia de otro ser humano en derredor, la cosa parecía ser responsabilidad mía.

De seguida, él se incorporó, se detuvo frente a mi para descubrir su pene que luchaba por mantenerse a noventa grados del piso y se envolvió en la toalla. Me miró, sonrío y salió pasando directo al vapor.



He dicho que por un “Perfecto” todo riesgo es despreciable así que, decidido a recibir –cuando menos un desplante y, posiblemente, un coñazo- salí a recuperar el aliento y bajar mi propia verga en las duchas frías entrando tan pronto pude al vapor.

…¡Me habló! No recuerdo cómo inició él la conversación, ni cómo fui yo capaz de mantenerla con algo de coherencia, a partir de allí todo es nebuloso en mi memoria, solo puedo precisar que se llamaba Andrés, que era economista, que vivía cerca …y que necesitaba ayuda con el análisis de las disposiciones económicas de la nueva constitución para un informe de su trabajo, cosa en la cual –miren ustedes- yo le podía ser útil.

Me invitó a su casa donde tenía disponible el material necesario: “-Sí, esta misma noche. Si no tienes problema podemos irnos ya…”, cosa a la que accedí de inmediato sin importarme que no tenía un centavo ni papeles encima, que no sabía para donde iba, que me esperaban mi cuñado y mi familia, y con plena consciencia de que aquello no sería más que un descarado chuleo intelectual (¡por lo cual agradecí nuevamente a mis padres el haberme obligado a estudiar como un condenado!).

Me vestí conversando animadamente con mi nuevo amigo que poco a poco fue sacando del locker las piezas de un regio traje de paño oscuro, camisa blanca de mancuernillas, zapatos de piel, una corbata arrechísima. Nada en él era chabacano o de dudoso gusto. Espero poder trasmitirles lo que significó vivir aquel proceso a la inversa: pasar de haber contemplado la absoluta desnudez de un hombre “Perfecto” a verlo luego vestirse a cuatro palmos, poco a poco y con una elegancia absoluta. Aquello era demasiado, ¡demasiado!

No crean que no me asaltaban las dudas, ni en las noches más locas de discoteca, bares o encuentros con amigos de amigos yo me había ido así con alguien. La imagen de una foto mía bajo el titular: “Hombre solo muere en ‘extrañas’ circunstancias” era conjuro suficiente para mantenerme en mis cabales. Pero esa tarde, esa noche incipiente, al ver a aquel Dios moderno, a ese hermoso entre los hermosos acepté el riesgo cierto del más infamante de los asesinatos: “¡Pero me encontrarán con una sonrisa de oreja a oreja!”.

Una vez vestidos salimos del gimnasio, yo rogando no conseguir a mi cuñado en el camino pues la cabeza no me daba para inventar excusa alguna…

No sabía qué carajo iba a hacer, por pura rebeldía ciudadana me había negado a leer siquiera la nueva constitución y además, de las diversas ramas del derecho, el económico nunca había sido de mi interés, así que en realidad la ayuda que le podía ofrecer era nula…

Afortunadamente, él vivía en una zona aparentemente segura y relativamente conocida por mí: a quince cuadras –más o menos- vivía un amigo, cosa que me tranquilizó.

Subimos a su casa, abrió la puerta y me hizo pasar: “-Toma asiento, déjame buscar los papeles y ya estoy contigo”. Seguí a la sala. Camino al sofá encontré un mueble con la típica colección de portarretratos, el más grande: uno de plata que exhibía una foto de Andrés vestido de chaqué y sosteniendo grácilmente a una bella muchacha en traje de novia…



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(Por parecerse algo a él, las imágenes son: 1. "Estatua de la Fuente Venezuela", fotografía de Alex Franka 2. "Magnolias" de Pedro Centeno Vallenilla).

martes, 9 de octubre de 2007

¡Sí papi, acósame!

Ser un homosexual negado o un bisexual contenido es cosa de mucho cuidado. Pareciera que eso de reprimir los deseos y luchar contra las tentaciones es peor remedio que entregarse a ellos. Quizá una buena atragantada de lo prohibido nos dejaría empalagados, alejándonos así, por un buen tiempo, de esas incómodas urgencias. Digo esto porque me parecen graciosas las cosas de que son capaces algunos hombres que, sintiendo atracción por sus congéneres, deciden seguir el libreto estándar casándose o viviendo en pareja con una mujer, criando hijos, etc. Bueno, me parecen divertidas las circunstancias de mis encuentros con ellos, no la situación en que ellos viven… El más extraño de estos encuentros fue con un médico internista al que acudí por no recuerdo que tontería… Este médico compartía consultorio con su esposa (pediatra) en el anexo de una clínica. De él, sólo conocía que mezclaba la medicina tradicional con acupuntura y otras extravagancias holísticas. El día de mi primera consulta lo conocí cuando salió a despedir a una de sus pacientes y saludó a varias de las madres que esperaban con sus niños por su esposa (allí me enteré que el hombre estaba casado con la médico vecina). Era un señor normal, de unos 45 años y con el tipo clásico de médico respetable: canas, esbelto y una apariencia pulquérrima que incluía la consabida bata blanca. Cuando tocó mi turno, me hizo pasar, cumplimos la charla de rutina sobre antecedentes médicos, operaciones, etc. Luego vino el examen físico: -“Pase por aquí. Por favor desvístase y colóquese esta bata. Ya vuelvo”. –“Aja, vamos a pesarte; muy bien; abre la boca, bien; por favor quítate la bata y recuéstate en la camilla”. …¡Y allí empezó lo bueno! El doctor, con su cara de “circunstancias médicas” me apretó la barriga por aquí, me flexionó una pierna por allá y luego me anunció que me colocaría acupuntura: -“Estas agujas van a ser las tuyas, te las vas a llevar y debes traerlas cada vez que tengas cita, por favor quítate las medias”… Lo de la acupuntura me pareció genial, primero por mi confeso toque masoco: cualquier cosa que provoque una dosis controlable de dolor me encanta, y luego, porque hasta ese momento no había recurrido nunca a esa “técnica milenaria” y no quería morir curioso… Pues bien, el doctor comenzó a clavarme las agujitas, una en la frente, una en cada espacio entre pulgar e índice de manos y pies, descendiendo por el pecho, subiendo por las piernas y en la barriga me dibujó una especie de círculo atravesado por una cruz… Después siguió descendiendo por mi vientre y la cosa me empezó a parecer extraña cuando me bajó los interiores hasta la base del pene y me colocó una banderilla allí, justo donde nace el machete… Después de esto, empezó a rotar suavemente las agujas, supuestamente para “activarlas” y cuando toco el turno a la agujita atrevida apoyó el canto de la mano sobre mi verga… “Ya regreso” –me dijo- “relájate, es importante que estés relajado”… Que relax ni que nada, ese tiempo lo consumí en un debate interno: “¿Y esto será normal? ¿Será que a este señor le gusta la vaina? No, vaya cabeza enferma la tuya si el hombre está casado y tiene a la mujer al lado…”. El doctor regresó al rato y volvió al tema de la “activación” de las agujas, activación que incluyó la bajada completa de mis interiores: -“¡Ah, si, la operación de hernia inguinal!, muy buena cicatrización, ¿No te han molestado más?” –“No doctor.” –“Vamos a verificar”… Esa verificación consistió en palpar mis ingles y la base de mi pene por ambos lados, presionando con sus dedos en movimientos circulares… Obviamente, a los pocos instantes mi verga empezó a llenarse de sangre y una decidida erección era inminente… Como aún no podía creer que aquella vaina tuviese connotaciones sexuales, me angustié temiendo cómo reaccionaría ante mi decidida exitación. Pero contrario a lo temido el doctor, con un tono más que normal, me calmó: -“Veo que problemas de erección no tienes. No te angusties que eso es natural, eres un muchacho joven”... Este comentario me abrumó, pero lo que siguió me dejó alucinando: -“Ah, una postectomía parcial, "¿y eso?”, palabras que profirió mientras tomaba mi pene con su mano helada y lo pelaba lentamente descubriendo su cabeza… -Sí, la pedí cuando me operaron de la hernia. La quería completa pero el médico la hizo parcial para que no perdiera sensibilidad- Respondí desde mi trance… -Claro, porque se ve que no tienes problemas de fimosis- Replicó pelándomela de nuevo, esta vez con un movimiento más severo que tensó la piel hasta el dolor-placer. Su mano fría rodeaba firmemente mi miembro y la presión que hacía, junto a la tensión hiriente y la imagen de todo ese conjunto, me causó un primer espasmo que derramó una gota cristalina sobre su mano. Impávido, me soltó, buscó una toalla de papel para limpiar su mano y luego tomó otra con la cual me limpió delicadamente... Tomó el algodón empapado en alcohol y comenzó a retirar las agujas mientras conversaba de no se qué banalidad. -“Vístete y nos vemos al lado”... Las consultas se sucedieron y la rutina era casi la misma con la diferencia que, al llegar el tercio de banderillas, yo me despojaba de los interiores y me tendía desnudo sin culpa alguna sobre la camilla… Él se detenía brevemente en mi pene estimulándolo indirectamente de diversas maneras, primero con excusas (despistar quistes en los testículos, verificar si algún vello estaba infectado) y luego sin mediar explicaciones. Parecía existir un pacto tácito de respeto a las formas: él siempre mantenía una actitud profesional y cara de circunstancias, y yo me quedaba muy quieto, “como si me estuviesen operando” (nunca mejor dicho)… Su placer era exitarme hasta niveles insospechados pero usando siempre "rutas alternas": roces que no llegaban a ser caricias sobre mis muslos o los vellos de mi pecho; apoyar sus manos de hielo en mi vientre o el pene; dejando caer levemente la yema de un dedo sobre mi tetilla, todo esto mientras rotaba las fulanas agujas. …Es increíble la dimensión que pueden llegar a tomar la sexualidad y el erotismo fuera de la genitalidad, era como sostener en mayúsculas el sentido del tacto: cada toque levísimo se potenciaba en placer y deseo. Además, era tremendo salir de su consultorio con esa extraña sensación de peso en mi sexo, no llegaba a ser la desagradable “cojonera”, pero sí una especie de sobrecarga, de exaltación; en una protesta por la falta de atención, mi pene permanecía todo el día congestionado, gordote, nunca luego luciría tan espléndido estando dormido… Era genial poder presumir de paquete en la oficina y el gimnasio, llevaba un animal inquieto entre las piernas que se alborotaba hasta por el roce del mismo pantalón… Claro, como suele suceder con estas relaciones extrañas y precarias (pero maravillosamente funcionales) el encanto se rompió por querer bajar las cosas al terreno de lo usual, pero es que la tentación era mucha y era cruel: no soportaba ver a aquel hombre (que parecía tener buen cuerpo) tan envuelto en ropas y con esa bata blanca que le llegaba a las muñecas… Además, el muy cabrón en ciertos momentos se paraba junto a la camilla, presionando sus muslos contra el borde, dejando así su abultada y perfumada bragueta a cuatro dedos de mi cara... Por supuesto que más de una vez pensé en lanzarle una mano, en arrearle un beso, en lamérsela por encima del elegante pantalón, pero no se me ocurría excusa alguna que justificara ese cambio en el guión… Un día dijo encontrarme “muy tenso” por lo que me hizo sentar, se colocó detrás de mi y comenzó a masajearme los hombros y la espalda para finalmente rodearme con sus brazos y acariciar –ahora sí con absoluto descaro- mis tetillas. “Este es el momento” –pensé- y lancé un derechazo directo a su entrepierna. Él saltó, se incorporó con una cara de asombro de lo más auténtica y soltó un: –“Pero si yo soy tu médico, esto no es correcto”. A mi perplejidad se comenzaba a sumar una rabia incipiente, así que sólo atiné a responder: –“lo siento”, y ambos seguimos como si no hubiese pasado nada… Luego de ese "incidente" no regresé a sus consultas. Él me llamó pasados uno o dos años con la excusa de pedirme una asesoría profesional y luego lo conseguí hace poco –familia en pleno- en un acto académico: su esposa y yo nos graduábamos ese día en diferentes postgrados… En ambas ocasiones me recriminó por haberme perdido y me invitó a regresar a su consulta pero no he querido volver, creo que ya estoy muy viejo para andar "jugando al médico" y si vamos a jugar, pues un día tu y otro yo…

domingo, 9 de septiembre de 2007

Los Muhachos de Peralta y El Jardín de Las Hespérides. Vol. I

Su casa no quedaba para nada en mi vía pero –“nobleza obliga”-, cada vez que el grupo sesionaba, llevar a mi amiga era tarea fija. Cansado, bebido o incluso arrecho con ella por algún desencuentro tertuliano, cumplir mi deber tenía su recompensa: la conveniente proximidad del circuito de La Hoyada. Esa cuadra en que la avenida Fuerzas Armadas toma aliento para subir el puente rumbo al sur es –o entonces era- un mercadillo de exquisitas atrocidades donde, en la noche más sosa, al menos podía verse a algún borracho meando de cara a la calle. Ese día esperaba correr con la suerte de encontrar de nuevo a Vargas, aquél supuesto militar que –junto a un grupito de compañeros- se rebuscaba semanas atrás y me había sorprendido con una muy buena verga, limpia e inodora. En la callecita oscura, Vargas me había ofrecido dos bonus free por mi compra. El primero: haber disfrutado con un morbo asquerosamente auténtico la mamada que le prodigué y, el segundo, haberse pasado por el culo mi ruego de “avísame cuando vayas a acabar”... De no ser por mi costumbre de dejarme los lentes, Vargas me hubiese sacado un ojo del lechazo despachándome directo al infectólogo… …La vuelta reglamentaria y ni rastro de los chachos de “El Honor es su Divisa”. Pues nada –me dije- toca esperar un rato a ver si llega el carúpanero: un negro-catire (tal cual), malhumorado y carero, pero de higiene confiable y verga gorda como una yuca. Al dar la segunda vuelta vi que un grupo de cinco o seis vigilantes que conversaban a las puertas de un edificio se quedaron mirándome con interés. “Se jodió el paseo” –pensé- “estos coños van a llamar a la policía”… Sin embargo, al pasar frente a ellos, uno de los tipos –uno blanco y bajito- extendió los brazos y levantó los hombros en el gesto universal de “…y entonces…”, aderezado con una sonrisa pícara que me dejó confundido: “¡Qué vaina es esta!”. Decidí arriesgarme y dar otra vuelta. Al verme entrompar en la esquina, el pequeñín se separó del grupo y empezó a caminar en mi dirección hecho el paisano. Cagado pero tentado, paré el carro cuando nos cruzamos y bajé el vidrio derecho: -Entonces, ¿qué haces por allí? –Me dijo. -Matando el tiempo, no quiero llegar a casa aún. Y ustedes qué, ¿conversandito? -Si, fumándonos un cigarrito afuera. -Chamo, regálame uno por fa- Avancé. -Pana es que se me están acabando. (Segundos de silencio y luego una inspiración divina): -Si quieres vamos a La Hoyada y compramos unas cajas, es que a mi me da paja bajarme del carro solo, yo tengo aquí plata. -Si va, déjame avisarle a los panas… -Listo, vamos pues. Sube el vidrio antes de pasar por la puerta porque hay cámaras de seguridad y se ponen ladilla si nos ven salir. Peralta chamo, mucho gusto- Remató extendiendo la mano. -Mucho gusto- Respondí.
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Los Muhachos de Peralta y El Jardín de Las Hespérides. Vol. II

.../... Una vez en el carro comenzó el escrutinio: Peralta era un gochito catire. Allí sentado no se veía tan pequeño como había lucido junto a sus compañeros. No era ninguna belleza: treinta y pocos, retaquito; de extremidades más bien cortas y cabello castaño, pero con una cara bonachona, de esas que te sonríen hasta con los poros, de las que confiesan inermes: “soy más buena gente que el carajo”. Además, gocho al fin –y a pesar de las circunstancias- había algo respetuoso en su trato que me gustó. -Y entonces chamo, ¿Qué haces por ahí tan tarde? (El viaje era corto así que la cosa era para ya, le clavé los ojos en la entrepierna y respondí) -Nada en especial, esperando a ver qué sale. Peralta agarró la seña y se llevó la mano al bojote: -En eso andamos todo. Hicimos el mandado, prendió dos cigarros y emprendimos el regreso con la maravillosa ventaja que, para quién como yo dice no conocer El Centro, conseguir retorno en la Fuerzas Armadas es cosa dilatada. Durante los lapsos que me permitía el manejo, le miraba con descaro el paquete. A esas alturas, ambos sabíamos a la perfección cuál era el juego pero, a pesar de los pesares, yo conservo un punto de pudor, o de orgullo pendejo, que me impide hacer la primera oferta. -¿Te gusta?- Salvó la parte Peralta. -Sí chamo… ¿Puedo?- Pregunté levantando apenas la mano. …Es paja decir que no disfruto a rabiar todo lo que viene después, pero la sensación que ofrece ese momento efímero, ese instante en que duda, temor y deseo han tensado el cuerpo hasta el dolor y es inminente el abismo, ¡es lo máximo! La expectativa del contacto, ese avanzar –rapaz y profano- sobre un cuerpo desconocido, es para mi el verdadero orgasmo del encuentro callejero… -Dale. Respondió Peralta quitando su mano del bojote. Mi brazo recorría el camino a su entrepierna y mi mente encomendaba el carro a todos los santos y me picaba: ¡La Ley de la Escuadra, este gochito debe tener una mandarria! Dos sobadas sobre la envoltura para cumplir los honores y enfilé contra el cierre. -Deja que me estacione en alguna parte, no me toque devolverte con el volante de sobrero. -jajaja, Dale pues. Alcanzada la calle segura (una que solía traerme suerte) abrí el cierre y metí mi mano...
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Los Muhachos de Peralta y El Jardín de Las Hespérides. Vol. III

.../... Abierto el cierre y separadas las ropas, me estrellé con la triste realidad: ¡Qué ley de la escuadra ni que niño muerto, no joda! Aquello era un piripicho, el piripichito de “el niño de los páramos”... -¿Te gusta? Preguntó él con voz posada y un dejo de orgullo. -Sí papi se ve divino- Respondí con voz marica en burlón autocastigo. Qué se le va a hacer –pensé- dale tres meneadas y devuélvelo con su bono de consolación... Le abrí la correa y el pantalón para poder agarrar bien la salchichita. Al correrle un poco el interior saltó una bola: ¡Laaa Bo-la!... La vaina me dejó descolocado, “¿¡Qué es esto Señor?!”… Le bajé aun más los pantalones y me acerqué. El panorama cambió por completo, aquél gocho tenía unas bolas inmensas, creo que las más grandes que me haya comido hasta ahora. Para rematar, la verguita del gocho estaba sembrada en un minúsculo prado de vellos rubísimos. No me cuadra la imagen del Guachimán Coqueto, pero –intervenido o natural- aquel pubis era un jardincito primoroso: ¡El Jardín de las Hespérides!, pensé. Y es que la cosa, de ser un fiasco total, había tomado un giro mitológico: “Na´pendejá, las Manzanas Doradas servidas sobre el Vellocino de Oro" -bromeó mi picador interno- “pues la inmortalidad prometida llegará mamando”, me respondí… Me agaché con renovado deseo. Desde su muslo -magnificada perspectiva- la visión era onírica: una colinita de hierbas de cristal sobre arenas blancas. Su pene, tan triste al tacto, se erigía como un monolito perfecto coronado con un pálido capullo a punto de florecer... "Las cosas de Dios son perfectas" -pensé- aquel paraíso lunar sólo podía ser habitado por eso: por un lúbrico serafín... A todas estas, Peralta –ajeno a mi paja mental (nunca mejor dicho)- y seguramente con ideas mucho más terrenales y -sobre todo- comerciales, me veía con una sonrisa orgullosa… Le mamé las bolas hasta la saciedad, una a una, ambas a la vez; con fuerza, con ternura; fue maravilloso acunarlas en la boca mientras recorría sus formas con lengua lasciva... Más que mamar su pene, el placer fue sentirlo luchar contra mi cara: guardián llorón de un huerto de espigas que yo, literalmente, tragaba a mordiscos. Esta vez, sentir los pelos ásperos atorados entre mis dientes, atascados en mi garganta, no era repugnante molestia sino esperado trofeo... Ninguno de los dos acabó. Yo prefiero reservar el gran orgasmo a la cómoda soledad de mi cama lo cual, además, me permite cumplir con amabilidad y hasta gusto, la tarea final de pagar y desembarcar (o devolver en este caso) la mercancía, formas que no se si guardaría una vez disipado el sopor sensual. Sin embargo, esa noche quedamos los dos satisfechos, al menos yo disfruté esa especie de para-orgasmo, ese placer intenso y sostenido parecido al que subsiste entre cada pulsación seminal... Los detalles del pago se cumplieron con una cordialidad pasmosa, definitivamente los andinos son gente hasta para eso… Me quedé con tres cigarros y le di también mi cajetilla: -Peralta y tus compañeros no se enrollan, digo, ¿no se darán cuenta? -No chamo, tu sabes que uno tiene que rebuscarse y los muchachos saben como es todo… -Qué, pero ¿y ellos también echan pa´lante? -Si vale, ellos saben como es todo. -Coño, ¿y tu no crees que haya alguno que quiera dar una vueltica conmigo? -Qué fue chamo, ¡tás glotón! jajaja -jajaja. No vale, tu sabes como es, pura solidaridad social, seguro habrá alguno “pegáo al sartén”… -jajaja, nojó, toditos… -Si me consigues uno con un machete bien grande te doy pa´ las arepas de mañana. -Tranquilo. Párate aquí arribita que ya te mando al chamo, pero tu sabes como es, el pana no tiene pal pasaje. -Tu tranquilo. -Bueno mi pana, nos vemos. Gracias. -Gracias a ti Peralta, cuando regrese al chamo te pido un cigarro pa´ darte el regalito guillao. -Si va…

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viernes, 7 de septiembre de 2007

Semen

Si te masturbo, que tu chorro golpee mi pecho y empape mi camisa. 
 Si te la mamo, que tu descarga sea infinita y corra por mi sangre.
Si te penetro, que tu leche mane espontánea como savia de árbol herido. 
Si me penetras, que la siembra sea profunda apuñaleando mi cuerpo.

(Para E., más de diez años después)

martes, 4 de septiembre de 2007

Derroteros del Incesto

Mi primer recuerdo de un hombre desnudo es el de mi propio padre en nuestro baño.

Cosas de casa, en mi familia somos muy pudorosos: nada de nudismo hogareño, puertas abiertas o duchas compartidas. Sin embargo, por alguna extraña razón, ese día me bañaba con mi padre.

No puedo recordar qué edad tenía o alguna otra circunstancia, la imagen es tan solo una foto: una pieza de carne blanca rodeada de una maraña de vellos negros que colgaba entre las piernas de mi papá justo frente a mis ojos. En ese recuerdo no identifico morbo alguno, más bien sorpresa y curiosidad ante la desproporción de aquel miembro que en nada se parecía al mio. Sin embargo, hoy –después de todo lo vivido- creo que pocos ejemplares han igualado la hermosura, el poder y, sobre todo, la naturalidad y la confianza que evocan en mi el recuerdo del pene paterno.

Luego de esa vez, no volví a ver a mi padre desnudo.

Si mi primera contemplación sexual tuvo como sujeto a mi padre, mi primer contacto físico también fue consanguíneo. Mi tío vivía (y vive aún) en el interior. Otra de las notas típicas de mi familia –por ambas ramas- es el desapego casi displicente entre las diferentes estirpes. Por ello, las visitas de mi tío (como las de cualquier pariente) eran rarezas esporádicas.

Yo tendría nueve o diez años y mi tío –de treinta y tantos– nos visitaba. Fue alojado en mi cuarto, en una cama junto a la mía.

En ese entonces mi tío era sólo eso, mi tío. Hoy reconozco que era un oso perfecto: fornido, con una gran barriga, moreno, medio calvo, de piernas y brazos gruesos pero armoniosos, y groseramente velludo, la sombra de su barba comenzaba en el límite de sus párpados inferiores.

En este caso tampoco recuerdo los prolegómenos, sólo se que –acostados en la misma cama- un inocente juego de cosquillas devino en una sesión de caricias mías sobre su pecho. Si en el baño con mi padre no hubo hasta hace poco ninguna carga erótica, he de confesar que acá el morbo era mucho y -sobe todo- mío. Paradójicamente en esta historia (como intuyo sucede en muchos episodios pedofílicos) la víctima era el adulto.

Yo acariciaba su pecho y poco a poco fui extendiendo el recorrido de mi minúscula mano hasta su panza y, luego de varias rondas, al borde de sus interiores. Todo él era pelos y carne dura, pelos rudos y piel de macho. En ese momento sentí, por primera vez, ese corrientazo helado que recorre la espalda el justo instante en que se decide dar un paso que puede ser mortal… Esa nueva caricia, rasante y velocísima, cubrió su calzoncillo y regresó al pecho. Me detuve a esperar –también por primera vez- las consecuencias apocalípticas de mi lisura, pero sólo obtuve por reacción un: “sigue…”. Seguí. Mis caricias iban del pecho a su bajo vientre, cada vez más suaves, más conscientes y anhelantes.

Otra sentella de hielo e introduje mi mano en sus interiores. Recuerdo vívidamente aquel primer contacto con el sexo de un hombre: la piel fina, abundante y móvil; la flacidez palpitante de su pene exageradamente gordo y la dureza petrea de su testículos.



No recuerdo que esa noche, o las siguientes, mi tío haya tenido una erección y yo, inocente como nunca luego, era incapaz de regalársela. Me limité a acariciarlo suave y rítmicamente, para detenerme luego en su verga y conocer, a tientas y ciegas, los misterios de la entrepierna masculina.

Varios años después, y esta vez en su casa, pude disfrutar nuevamente de mi tío. Entonces, contando 16 años, supe como excitar su cuerpo. Erecto, descubrí que él poseía la verga más gruesa que –aún ahora- haya visto en mi vida… Con no más de 10 cm., su pene es incomprensiblemente grueso y su cabeza lo supera… Lo masturbé varias veces pero, qué estupidez, no me atreví a más.

Nunca lo vi acabar. Él es heterosexual, jamás me buscó o propició mis excesos, así que justo ahora me parece comprender que –sabiéndome homosexual- quiso ofrecerse a mi –o más bien, tolerar de mi- esos primeros contactos. Siempre agradeceré la ternura de su “dejarse hacer”.

El próximo hito de mi evolución sexual también sería incestuoso.

Tenía yo trece años y, urgido de un curso de nivelación que salvara mi segundo año, fui a dar a casa de una tía profesora en una ciudad vecina. Como he dicho, nuestras relaciones familiares son particularmente distantes, así que aquella visita fue una experiencia única e irrepetida que me puso a vivir por una semana en el cuarto del menor de mis primos quien, a sus 15 años, era la personificación del vocablo “belleza”.

Una tarde de lucha greco-romana (de nuevo un juego era el camino) me dejó completamente dominado: mi cabeza presa entre sus muslos. Él me amenazó con “meterme la paloma en la boca”, yo le reté a que lo hiciera y él lo hizo…

Con mi primo aprendí a mamar, a recorrer cuerpos con mi lengua y a acariciar nalgas para madurar la fruta que ellas atesoran. Fue una semana maravillosa, quizá la más feliz de mi vida sexual pues cada forma de contacto fue un prodigio que se reveló ante nosotros libre de malicias y conocimiento previo.

De esa experiencia hay un recuerdo especialmente importante: inocentes y torpes, nuestros encuentros no eran más que ejercicios taoístas pues no se nos ocurría que tanto retozo erótico debiese culminar con un orgasmo… Una tarde, mientras chupaba la verga a mi primo, lo sentí gemir y tensarse. De inmediato, un líquido espeso, tibio y acre llenó mi boca. Su descarga debió ser ingente pues, a pesar de haber tragado dos o tres veces, luego de recuperarse y ante mi paralizado asombro, mi primo pasó su índice por mi quijada y luego, en un gesto de masculinidad y erotismo supremo, azotó su mano arrojando al piso los restos de su leche.

He aquí las bases biográficas de mi obsesión fálica y sus circunstancias: mi gusto por el vello púbico al natural, mi preferencia por las vergas gruesas más que grandes y, principalmente, la sacralización del sexo oral como acto supremo de intimidad y entrega homosexual. En mi imaginario, la fusión biológica que para los heterosexuales significa dar vida a un tercero a través de la concepción, entre dos hombres se concreta cuando uno de ellos entrega al otro, como alimento, la esencia misma de su ser.


(Imágenes prestadas desde la galería virtual de Stephen Williams)