lunes, 17 de diciembre de 2007

El Amor es como Mierda en Chancleta...


Decía la abuelita de una amiga: “Mujer enamorada, plata y mierda en chancleta no se pueden esconder”.

El dicho me parecía gracioso pero extraño, no entendía como lo sublime del amor podía igualarse tan llanamente con una chancleta embarrada en mierda… Pero este fin de semana lo supe todo y, una vez más, confirme la infinita sabiduría del refranero popular:

Un profesor del postgrado se antojó de evaluarnos a través de un trabajo en equipo. Al menos desde mi experiencia, en un postgrado la palabra compañerismo se limita a compartir –porque no queda otra- un salón de clases. A lo sumo, uno coincide en varias de las materias con la misma gente y surge cierta relación de “conocidos” pero no más. Por eso, cuando un profesor se encapricha con asignar trabajos en equipo la cosa tiene visos de tragedia, no solo porque cada quien tiene ya bastantes ocupaciones en su vida como para tener que sacar tiempo para reuniones e intercambios, sino porque, además, generalmente la cosa deriva en una desagradable lucha de egos hipertrofiados…

Pues bien, teníamos que trabajar en equipo y, con muy poca emoción y mucha resignación, me junté con dos compañeros con los que he visto varias materias y una muchacha conocida por ellos.

Estos compañeros siempre me han parecido gays, pero eso no es nada extraordinario pues al menos el 80% de los hombres del postgrado lo son. Uno de ellos –al que realmente conozco mejor y llamaré Carlos- es un hombre de cincuenta y tantos años, muy inteligente y algo presumido; el otro es un muchacho de algo más de treinta, no tan brillante pero sí muy dedicado. Por su parte, la muchacha –amiga de este último- es una jovencita de veintipocos sifrinísima y –contrario a lo que esperaba- muy simpática.

Consecuente con su apariencia controladora y obsesiva, Carlos fijó como punto de reunión su casa, sacaríamos todo el trabajo este fin de semana…

Ayer sábado debíamos reunirnos a las 10 de la mañana pero, como es común en Caracas, la dirección de Carlos era tan enrevesada que terminé llegando a las 11. El otro muchacho ya estaba allí cuando llamé a eso de las 10 y 10 para pedir referencias. Una vez en la casa, la muchacha llamó también para pedir auxilio pues estaba perdidísima, Carlos y el muchacho empezaron a comentar sobre el sitio donde estaba y las calles que debía tomar para llegar a la casa, lo que me hizo pensar que el muchacho vivía por la zona: “-Ah, ¿pero tu vives por aquí?” “-Sí, yo vivo cerca.” Me respondió.

Carlos debió salir a rescatar a la perdida y a los pocos minutos llamó al muchacho al celular para avisar que yo había dejado las luces de mi carro encendidas, yo sólo escuche al joven decir: “-¿Pero con qué llave bajamos… Ah, ok.”. Luego me explicó lo de las luces y se dirigió a un mueble del que sacó un juego de llaves en las que ubicó al primer intento las llaves de la puerta y de la reja…

Yo, todavía despistado, le comenté: “-Muchacho, pero qué suerte, las pegaste a la primera”.

Llegó Carlos con la sifrina y comenzamos a trabajar… Luego empezaron a sucedes cosas realmente extrañas, como que el muchacho pedía permiso para usar o tomar algunas cosas pero en otros casos se movía por la casa con entera comodidad…

El asunto se puso interesante cuando el muchacho se ofreció a ayudar haciendo el café luego del almuerzo y resultó conocer perfectamente el sitio donde estaba guardado cada utensilio e ingrediente necesario…

Así siguió aquel parapeto de excusas y permisos mezclados con muestras descuidadas de confianza y dominio hasta que –ya en la tarde- la muchacha dijo tener mucho frio y Carlos fue a buscar varias chaquetas y suéteres. Luego de que ella escogió su prenda Carlos le ofreció los abrigos restantes al muchacho con estas palabras: “-Y tu mi amor… …no tienes frío?” Ese “amor”, comenzó con una ‘A’ decidida y rotunda pero luego de la ‘O’ se fue apagando hasta prácticamente callar la ‘R’… Hubo algunos milisegundos de silencio gélido, e inmediatamente Carlos cambió de tema con naturalidad.

Así continuamos trabajando ayer y hoy. El muchacho hacía de vez en cuando comentarios propios de un invitado y más de una vez Carlos perdía pista y le respondía con ese tonito de “pero si tu sabes bien dónde está”, otras tantas veces al muchacho lo sobrepasaban sus buenos modales y tenía reacciones propias de un anfitrión, que luego trataba de disimular.

Era obvio que no podían controlar el instinto de comportarse como una pareja. También era obvio el amor en sus miradas cuando uno escuchaba los razonamientos o explicaciones del otro…

Ayer y hoy se inventaron excusas para justificar el porqué el muchacho se quedaba en casa de Carlos y no partía junto con nosotros…

Todo esto me produjo una gran ternura, parecían un par de niños tratando de ocultar una travesura que tenían escrita en la frente.

No dudo que ellos sospechen –o más bien, sepan- que yo también soy gay, así que espero que hayan entendido la alegría y la solidaridad que traté de transmitirles, desde el silencio, con mi mirada…

Y, definitivamente, es cierto: “el amor es como la mierda en chancleta”, es imposible de ocultar…

jueves, 13 de diciembre de 2007

"Un ángel no hace el amor, es el amor"

Pygar, el ángel ciego, en: 'Barbarella, Reina de la Galaxia'.







jueves, 6 de diciembre de 2007

Esperando a Caronte

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La visita guiada a ‘La Crema’ y el resto de la “inducción a la mariquera” impartida por Antonio fue determinante en mi visión y mi actitud frente a la sexualidad.

Si aún hoy, saber que una persona conocida está infectada de HIV provoca cierta aprensión, a finales de los 80 las reacciones eran de pánico y rechazo explicito. La mayoría de los portadores desarrollaban algún síntoma o vivían una rutina cíclica de enfermedad-mejoría-enfermedad, pues los medicamentos no eran ni la mitad de efectivos que los actuales. Un enfermo de SIDA era un paria viviendo tiempo extra.

Según recuerdo, Antonio no trabajaba, decía escribir un libro cuyo sugestivo título sería “Esperando a Caronte” y generalmente lo acompañaba ‘Vanessa’ una muchacha loquísima que también estaba infectada y de quien Antonio decía que era “un marico con cuchara” a lo que Vanessa respondía que eso era cierto, pero que él, a su vez, era “una puta con güevo”.

Antonio sufría de una infección pulmonar que de tanto en tanto lo mandaba al Hospital Clínico Universitario, mientras que Vanessa tenía instalado un hongo en el dedo pulgar de una mano que cada día se veía peor.

Si Antonio y Vanessa ofrecían la experiencia y el desenfado de quienes regresan perdidos (o victoriosos según se vea) del infierno, nosotros nos encontrábamos en el otro extremo de la anormalidad: más que “niños buenos” éramos una selección de inexpertos, sobreprotegidos y, sobre todo, peligrosamente ingenuos.

La relación con Antonio duró poco, pero en esas semanas se comprimieron años de experiencia y conocimiento. Antonio (más que Vanessa) nos adoptó y se ocupó de nuestra educación sobre sexo y homosexualidad, mientras que nosotros (más Juan que yo) nos ocupábamos de sus carencias emocionales y materiales. Así, mientras Antonio nos llevaba al Cine Urdaneta, al Callejón de la Puñalada, a los diferentes circuitos de Caracas y al Ice Palace, nosotros le procurábamos comida, un poco (muy poco) de dinero y mucho afecto.

De hecho, a la semana de vernos con él a diario, alguno de nosotros confesó que estaba preocupado porque comenzaba a sentirse “enamorado” de Antonio y resultó que todos estábamos en lo mismo: Teresa, Juan y yo sentíamos una mezcla de ternura, lástima, cariño y deseo que confundíamos (¿o eso es en realidad?) con amor. Por ese enamoramiento hubo episodios de celos y recelo. La primera en deponer el interés fue Teresa quien nada tenía que buscar con el muy homosexual Antonio, así que dejó de asistir a los encuentros. Luego yo mismo preferí ceder ante Juan que decía sentir un “gran y verdadero amor” que –según afirmaba- era correspondido por Antonio cuando se veían a solas.

Todo terminó a causa de un gran peo que podría resumirse así: 1º Antonio me dice que Juan lo tiene asfixiado al insistir en una relación que él no quiere pues Juan no le gusta para nada; 2º En medio de una crisis de amor no correspondido, yo le digo al desesperado Juan que se deje de pendejadas porque Antonio no lo quiere y solo desea amistad, y 3º Herido en su orgullo, Juan me manda a lavar ese culo y a beberme el agua resultante por envidioso y mentiroso pues Antonio le ha declarado su amor varias veces y el único problema es que aquél no quería exponerlo al contagio…

Nunca más volvería a ver a Antonio. Tampoco lo volvería a ver Juan, con quien me reconcilié medio año después. Para ese momento ya no era virgen y me movía por el “ambiente” como pez en el agua, siempre a la caza de experiencias nuevas y, preferiblemente, proscritas. El gusto estaba (y está) en conocer que tales cosas existían y en vivirlas lo más cerca posible, siempre como testigo, siempre de visita, probando sólo cuando el riesgo era mínimo y estaba controlado.

Ese sería el legado del querido Antonio: el poder que da saber que se pueden vivir las experiencias más atroces o sublimes sin involucrarse, siendo sólo un testigo y plenamente consciente de las consecuencias que tiene el dejar de ser solo eso.




(Con cariño para Antonio, quien seguramente se habrá encontrado con Caronte hace más de una década y debe vivir feliz en el Hades, envidiado por ingenuos que partieron sin disfrutar de la vida).

sábado, 1 de diciembre de 2007

Del Día Internacional de la Lucha Contra el SIDA y los Enanos Toreros o de cómo todos podemos ser gays...




Corría el final de los 80’s y, estando ya en el último año de la carrera, comenzaba a volver la mirada hacia ese tema que había decidido mantener a buen resguardo: el asunto de mi identidad sexual…

Después de casi una hora de susto en el pecho, de risas nerviosas y con la garganta hecha una crineja, sentados en un pasillo de CCCT, le había confesado a Juan, mi mejor amigo (compañero del bachillerato y de la universidad), que era gay.

Recuerdo que me desilusionó la poca o, mejor dicho, ninguna sorpresa con que Juan tomó la noticia y, así mismo, la diminuta proporción que tomó mi “drama humano” cuando, acto seguido a mi confesión, Juan me soltó que él –hijo de gallegos y parecido al papá de Manolito- no era gay, sino “una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre”…

Dos o tres días después de eso, le conté “mi secreto” a Teresa, compañera del primer año de la carrera y desde entonces mejor amiga. Ella también se lo tomó con la mayor naturalidad.

Los tres formábamos un grupo bastante particular, algo así como un club de frikis altamente desadaptados. Cada quien hacía su vida académica por separado en diferentes secciones pero antes de clases y al finalizar, nos reuníamos en un banco de la plaza central y allí nos dedicábamos a joder y reír como unos niñatos…

Después del intercambio de confidencias (Juan le contó a Teresa y ella nos confesó a ambos que una vez graduada se quería hacer monja), nos unimos aún más y comenzamos a frecuentar el Ateneo de Caracas y el área de los museos, por cuyos pisos y terrazas vegetábamos viendo pasar a los personajes más pintorescos. Nosotros mismos nos mimetizamos en una especie de “hippies-punketos-pregóticos-nerds-gallos-come flores”, nos perforamos las orejas en los jardines del Teresa Carreño y hacíamos la siesta en la columnata del Museo de Arte Nacional…

En eso estábamos cuando Teresa anunció un evento que sería decisivo en nuestras vidas: “-El primero de enero es el día internacional del SIDA y Fundavalor dará una conferencia en el Ateneo.” Demás está decir que en ese entonces los tres éramos vírgenes y estábamos recagados de miedo con el tema del SIDA, así que fuimos.

Nada más llegar, saliendo del ascensor y sin ver aún a nadie, nos quedamos pasmados al escuchar los chillidos destemplados de una loca que clamaba: “¡Pasen, pasen que esto va a comenzar!”. Era un muchacho flaquito y súper amanerado que fungía como chica de protocolo/productora ejecutiva…

No recuerdo bien que temas se trataron en la conferencia, sólo que se anunció que habría el testimonio de una persona infectada. Los tres intercambiamos miradas y nos dijimos: “Ese tiene que ser ‘Frutica”, nombre con el cual quedaría bautizado el muchacho de la puerta.

Finalizadas las ponencias, hicieron la presentación del “testimoniante”, un joven de veintitantos años, infectado con el VIH, bla, bla, bla: el señor Antonio Santaella… Pero el muchacho que se acercó al pódium no fue “Frutica” sino un tipo muy bien plantado, delgado pero fibroso, alto, no bonito pero sí muy atractivo y con una voz profunda y serísima.

Tampoco recuerdo de qué nos habló, supongo que de su experiencia personal, el hecho es que nosotros tres, “vírgenes-hippies-gallos-pregóticos de biblioteca” estábamos fascinados ante la presencia de aquél ser.

Concluido el acto, Frutica esperaba a las puertas del salón para invitar a los presentes a un “refrigerio”. Nos quedamos al ágape, más que todo por seguir contemplando desde lejos a aquél hombre misterioso e interesante que permanecía solo en una esquina de la terraza.
-Voy a hablar con él. Les dije.
-¡Qué!, ¿Tu estás loco?- Me respondieron al unísono -¿Qué le vas a decir?
-Pues que soy homosexual y tengo pánico a contagiarme, eso.
-No, no vayas, qué bolas tienes tu.

Pero, a pesar de mi furibunda cobardía, emprendí la marcha y lo abordé.

Tampoco recuerdo qué le dije al principio, creo que exactamente lo mismo que apunté arriba: “Hola, ¿cómo estás? Quisiera hablar contigo porque soy homosexual y tengo mucho miedo de contagiarme con el SIDA…”.

Antonio fue muy amable y se puso a charlar conmigo. Juan y Teresa se quedaron petrificados y luego se fueron acercando como esas ardillas miedosas que llegan a comer de una mano luego de que alguna más astuta o tonta ha dado el primer paso.

La cosa se animó y nos quedamos hasta el final, de hecho, hasta que Antonio decidió que era hora de irnos porque “Frutica” estaba muy necia. Nos pidió que lo acompañáramos a su casa: un cuarto alquilado en una pensión de Santa Rosalía. Ninguno de nosotros tenía carro, de hecho nuestro capital consistía en una buena ración de tickets estudiantiles del Metro, así que nos fuimos caminando y, al llegar a la Fuerzas Armadas, nos sentamos en las escaleras de la capilla del colegio Fray Luis de León, donde Antonio concluyó su arenga prometiendo que nos enseñaría el mundo gay “desde lo más bajo hasta lo más sublime”.

Así comenzamos a ver a Antonio casi a diario. Nos encontrábamos en el Ateneo y de allí pasábamos al bar del Rajatabla, caminábamos por Los Caobos o hacíamos las diferentes rutas por las que podía subirse hasta su casa. Cada vez, Antonio entreveraba temas de salud sexual con relatos sobre sus aventuras en los sitios por los que pasábamos, contándonos cómo había tirado en los jardines de Los Caobos, cómo se levantaba a lo largo de la avenida México, que a los borrachos de la Plaza Carabobo les gustaba mamar güevo, de sus amigos bomberos de la estación central de la Lecuna.

Estas caminatas culminaban muy tarde, muchas veces luego de la hora de cierre del Metro, por lo cual –después de acompañar a Antonio a casa- nos regresábamos caminando al Ateneo, atravesábamos Los Caobos y seguíamos hasta Plaza Venezuela, Los Estadios y Los Ilustres, donde nos separábamos y cada quien seguía rumbo a casa. …Sí, obviamente Caracas era otra en ese entonces…

Una de esas tardes Teresa no pudo acompañarnos (quizá ya estaba un poco aburrida del tema gay) y Antonio nos sentenció: “-Hoy comenzamos el tour, y comenzamos por lo más bajo: Hoy vamos a ‘La Crema”.

“La Crema”, era una especie de bar ubicado en una esquina de la avenida Lecuna, justo en frente del Teatro Nacional. Antonio lo describió como el sitio de ambiente más sórdido de la ciudad y nos advirtió, como si se tratase de la patrulla de un plan vacacional: “ustedes llegarán conmigo y saldrán conmigo, ni se quedarán allí ni se van a ir con nadie más, no se separen, si quieren pueden dar su nombre pero ningún otro dato personal …Seguro van a causar sensación, dos muchachitos como ustedes en La Crema, jajaja…”.

Llegamos como a las 10 de la noche. Efectivamente aquello era un local de muy mal aspecto, una cueva de luces rojas, mesas de pantry y sillas de semi cuero. Juan y yo esperábamos encontrar el sitio plagado de “Fruticas” pero lo cierto es que la mayoría de la gente no era precisamente loquitas… Aquello daba miedo de verdad, parecía el bar de La Guerra de las Galaxias con Jabba The Hutt incluido…

Esa visita fue terapia de choque pura y dura: no solo cualquiera podía ser gay, sino que un gay podía ser un cualquiera… Un mecánico (de braga, cara y manos engrasadas) comenzó a sonreírle a Juan desde la barra mientras se sobaba el bojote… Yo fui al baño a descargar las cervezas y un hombrecito calvo y de un insano color naranja se sacó el machete y comenzó a pajearse mientras me guiñaba el ojo… Pero el punto máximo de la velada fue cuando, en una escena realmente lírica (que luego reconocería en “Carmen”) la puerta roja de semi cuero capitoneado se abrió y dio entrada –entre gritos, vítores y aplausos- a un grupo de enanos.
-¡Llegaron los Enanos Toreros! Grito Antonio soltando una carcajada.
-¡¿Que queeeeé?! Riposté yo porque Juan estaba mudo.
-¿Cómo que los Enanos Toreros?
-Los Enanos Toreros, los que torean en El Nuevo Circo, ¿no sabes?
-Sí, he escuchado algo ¿pero qué hacen aquí? No me dirás que son “de ambiente”.
-¿Esos enanos? ¡¡Pero si son mariquísimos!!...