jueves, 10 de enero de 2008

Capítulos Finales: Verte y Después Morir Vol. III y Final.

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Ese primer encuentro con Andrés –imprevisto, arriesgado y desenfrenado- fue uno de los polvos más maravillosos de toda mi vida. Era tanto el deseo, la sorpresa y la hermosura de su cuerpo que, habiendo bebido solo agua, las imágenes en mi memoria tienen el aura y el sopor propio de las drogas.

Ambos nos entregamos con frenesí y confianza, como amantes reencontrados luego de una separación impuesta. Fue magia, fue la esencia misma del placer.



Ninguno de los dos llevaba preservativos así que no hubo penetración y quizá por ello el encuentro fue tan dilatado y creativo. Luego de recorrernos exhaustivamente con todos los sentidos, Andrés me tumbó boca arriba y se arrodilló de espaldas sobre mi cara. Cruzó sus piernas de sándalo bajo mi nuca y descendió lentamente entreabriendo sus descomunales nalgas con ambas manos hasta casar aquél capullo palpitante con mi boca.

Lo que siguió a este acoplamiento es difícil de narrar, quizá pueda aproximar una imagen diciendo que nuestros cuerpos se trasmutaron pues la sensación, la huella de placer que recuerdo, no es la de haber lamido su culo, sino la de haberle penetrado, con todas mis fuerzas, en una boca hambrienta y traviesa. Nunca mi lengua ha encontrado manjar igual ni ha sido tratada con tanto mimo.

Nuestros orgasmos fueron simultáneos y poderosos, al menos el mío, que me trasladó por un segundo a un espacio fulgurante y vacío, cuyo silencio hería mis oídos. Andrés se derramó sobre mi torso y mi chorro fue a estrellarse contra su pecho.

La despedida fue tierna, quizá un poco triste, Andrés tomó mi teléfono y prometió llamar algún día.

Y de nuevo, contra todo pronóstico, llamó, no una vez, sino varias. Andrés se sentía culpable de traición con cada encuentro y juraba que no repetiríamos pero, de tiempo en tiempo, cada tres o cuatro meses para ser más preciso, el deseo lo sobrepasaba y me llamaba. Ese deseo era compulsivo y arrebatado, cuando Andrés llamaba –como solía decirle entre risas- parecía estar erecto y pretendía que yo apareciera frente a él al instante.



El destino fue nuestra gran Celestina: Resultó que trabajábamos a media cuadra el uno del otro y que él estaba terminando un postgrado en la misma universidad donde yo comenzaba uno, así que hubo encuentros loquísimos que no me atrevería a repetir, pero que mantenían ese efecto narcótico que tanto nos enganchaba.

Una tarde me llamó al salir de su oficina, yo estaba en la mía haciendo tiempo para luego ir a clases, así que, sin fuerzas para decir que no, terminé mamándosela en mi despacho, ambos de impecable traje, él recostado sobre el escritorio y yo en mi silla. Recuerdo que su eyaculación fue copiosa y unas cuantas gotas cayeron sobre mi corbata. Mi admiración por su belleza era tal, que así mismo me fui a clases, exhibiendo los sospechosos rastros con orgullo de condecorado.

Otro día lo conseguí por casualidad en el cafetín de la universidad. Ya me había advertido –ahora sí en serio- que nuestras imposturas no se repetirían, pues no podía con el remordimiento después de cada polvazo, pero terminamos echando uno en el carro, viendo pasar -no muy lejos- a estudiantes y vigilantes.

La calle, el estacionamiento de un centro comercial, cada encuentro accidentado y sin plan alguno era conquistar otra fantasía o algún fetiche.

Sin embargo, el leitmotiv de nuestra extraña relación era esa mala costumbre suya de llamarme en los momentos menos esperados proponiendo citas para ‘ya’, no para mañana, o para esa tarde, ni dentro de dos horas sino ‘ahora mismo, ¡vente ya!’.

Así, durante años, me perdí a mitad de reuniones de trabajo, almuerzos, fines de semana familiares, o llegando a casa -después de horas de cola- debía devolverme atosigado por sus llamadas:

“-Por dónde vienes, ya estoy aquí…”.

El sexo siempre fue maravilloso, inenarrable, solo con él y mi pareja he podido ir directo de la calle a la cama sin pasar por una ducha o un mínimo acicalamiento. Su cuerpo, su piel, el aroma de su entrepierna y, sobre todo, su culo eran mi segundo hogar, mi casa de verano. Luego de comernos como animales, Andrés me hacía abrazarlo, generalmente de espaldas, y así, encajado en mi cuerpo, se dejaba acariciar como un cachorro, siempre en silencio. Solo una vez abrió la boca y fue para musitar entre suspiros un puñal envenenado:

“-Ojalá te hubiese conocido antes...”.

Si hasta ese momento había mantenido mi Yo ‘romántico’ a raya y vivía la relación con perfecta asepsia racional, aquella frase me volvió re-mierda y me atormentó por meses.





Luego de esa imprudente confesión, Andrés –también enrollado- se perdió y no volvió a aparecer sino hasta un año después. La historia se repitió: una invitación a tomar un café, solo para conversar, y terminamos en un hotel…

La relación con Andrés cumplirá pronto diez años. Él dice que soy su único y mejor amigo, y es que, además del sexo (maravilloso, divino), he fungido como compadre para escuchar sus penas maritales, fui el hermano que consoló la supuesta infertilidad de su esposa, delinquí y pequé al hacerme cómplice del aborto provocado a una amante a la que dejó preñada y, finalmente, soy el amigo con quien celebró, por fin, el nacimiento de sus dos hijos…

Con el tiempo, Andrés se fue curando de la culpa que, como crisis alérgicas, lo atacaba luego de cada encuentro. Con los años, también fue perdiendo ese brillo y tersura propios de la juventud: ha engordado, ha perdido algo de cabello, pero sigue siendo hermoso. En su perfección, su cuerpo tiene la virtud de alojar los kilos donde mejor le quedan: en las nalgas, el pecho, las piernas. Así, mientras yo tengo una panza huérfana de gracia, él es una mole de carnes duras y deseables…

También he aprendido a decir NO, y es que no podía seguir, cual Cenicienta, dejando el reguero tras la carrera cada vez que Andrés decidía aparecer. Así que los encuentros no siempre se concretan, pero siguen siendo cíclicos e, inclusive, nuestros cuerpos llevan la cuenta como relojes gemelos: cuando llega ‘el momento’, en mí se desata una añoranza física, un desasosiego, comienzo a recordar su sonrisa, su cara, su cuerpo desnudo acunado entre mis brazos y en ese justo instante miro al teléfono que no tarda en repicar:

“-Qué estás haciendo, por qué no te vienes y nos tomamos un café”.

sábado, 5 de enero de 2008

Capítulos Finales

Uno de los ‘propósitos de enmienda’ para el 2008 es cerrar las historias que dejé pendientes en el blog el año pasado: la de Peralta (el vigilante de la Torre FONDAFA en La Hoyada) y sus muchachos y la de Andrés, el perfecto cuya sola visión era justificación suficiente para toda una vida.

Así que comencemos con la historia del sinvergüenza de Peralta, ¿La recuerdan? Peralta era aquél vigilante de la actual Torre FONDAFA, en el ‘Circuito’ de La Hoyada, que se había ofrecido en la acera como el más descarado de los putos y que resultó ser un caballero de modales impecables, pene diminuto y bolas hermosotas y rubísimas….



Los Muchachos de Peralta y el Jardín de las Hespérides, Vol. IV y Final.

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¿Recuerdan que, luego de gozar lo que se pudo con sus pelotas y al devolverlo a su trabajo, Peralta ofreció conseguirme a otro candidato con mejor dotación entre el grupo de vigilantes que cumplían guardia con él?

Pues bien, me aparqué a varios metros de la entrada del edificio. Los compañeros de Peralta lo esperaban en la puerta conversando y fumando, él se acercó y lo recibieron con risas y gestos de broma. Peralta les habló y en pocos instantes venía de vuelta acompañado por un muchacho delgado y alto que –desde lejos y bajo la poca luz disponible- se veía muy bien.

Llegaron a mi lado y Peralta me dijo desde la ventana, con su sonrisa bonachona: “-Este es”. El muchacho se montó en el carro, efectivamente era bastante guapo: blanco, de ojos y cabellos negros, delgado pero con músculos fuertes y definidos. Eso sí, a diferencia del ‘experto’ de Peralta, este muchacho estaba nerviosísimo, su hablar era entrecortado (aunque correcto) y exhibía esa sonrisa boba que, más que un gesto de gracia, es un indefenso enseñar de dientes.

Mientras conducía al sector de las ‘calles seguras’ traté de calmarlo un poco preguntándole sobre el trabajo, bromeando sobre lo sacrificado que era ‘matar estos tigres’ para completar la quincena y preguntándole si tenía novia, a lo cual –por supuesto- respondió que sí ya que él hacía ‘esto’ sólo por necesidad… Entre tanto, yo iba sobando su bragueta y sacando su camisa del pantalón. No estaba excitado, así que no podía comprobar si Peralta había cumplido con las especificaciones del pedido: “el que lo tenga más grande de todos”… Sin embargo, la parte de su vientre que quedó expuesta al entreabrir su camisa era muy atractiva: un estómago plano, de abdominales delineados y con un caminito de vellos negros que salían del pantalón y se perdían rumbo al pecho.

Llegamos a la ‘calle-guarida’ y sin más demora le abrí el pantalón. La primera imagen me chocó pues me encontré con unos interiores ‘tapa amarilla’ de esos que venden de a cinco por paquete, estampados con arabescos en colores sospechosos y que siempre son de una talla menor a la que dicen pertenecer… No es que me esperase unos Dolce & Gabana sino que unos calzoncillos estampados de preadolescente no me cuadraban para nada con la imagen de un guardia ‘coge marico’.

Salvado el escollo de los interiores, he de reconocer que Peralta se había consagrado como el más confiable y eficaz de los alcahuetes: el muchacho, de 23 años de edad, tenía una verga de buen tamaño, gruesa, venosa, de cabeza grande y de aseo impecable. Su vientre y pecho también eran estupendos, realmente era un chico por encima del promedio. Sin embargo, a diferencia del audaz Peralta que administraba magistralmente un encanto inexistente, este muchacho lucía inseguro e incómodo.

Con mi mamada, su verga tomó un tamaño importante, sin embargo de tanto en tanto se le bajaba, él pedía disculpas y lamentaba no tener a mano alguna revista con mujeres para ayudarse en la faena…

Aquello me pareció alucinante, por grotesco y absurdo, pero realmente lo disfruté. Ninguno de los dos acabó, así que regresé al carajo al edificio, le di el dinero y le pregunté si no habría otro más que quisiera ‘darse una vueltica’….

Claro que hubo, está vez fue el supervisor del grupo, un moreno con cara de vicioso, paloma común y algo engreído. Igual me lo despaché con una buena mamada que disfrutó sin culpa ni falsos halagos. Este me advirtió que el resto de los vigilantes no solo estaban dispuestos a dar el paseíllo, sino que esperaban ansiosos por su turno.

Creo que él sí acabó, yo decidí reservarme para alguno de los siguientes esperando que fuese un mejor ejemplar.

El hombre que siguió era algo mayor, de treinta y tantos. No era tan hermoso como el segundo (el ‘nerviosito’), pero su oferta era ‘correcta’ por decirlo de algún modo. Al igual que los anteriores –incluido Peralta- mostraba una entrepierna impecable, luego supe que se aseaban con especial cuidado al comenzar la guardia para estar ‘siempre listos’ como los boy scouts.

Este último ‘pasajero’ fue el más participativo. Por gusto o experiencia, se movía con cierto arte y sujetaba mi cabeza mientras movía su peluda verga en mi boca. …Acabé casi sin tocarme, con fuertes espasmos y borbotones de leche que empaparon mis pantalones. Él sonrió complacido y se compuso la ropa con rapidez. Al devolverlo, Peralta salió a la acera dando brinquitos como un duende:
-Te falta el último, el chamo está de los más emocionado porque es su primera vez.
-Coño Peralta, creo que ya estuvo bueno por hoy. Toma esto para ti y dale esto al chamito, dile que para la próxima…
-Si va, pero y cómo ¿hacemos?
-Bueno, supongo que siempre están aquí, ¿no?
-No chamo, nosotros rotamos.
-¿No tienes un teléfono dónde llamarte?
-No mi pana, los teléfonos de aquí están pinchaos y nos da paja usarlos para eso.
-Bueno, ¿anotas el mío y me llamas tú?
-Sí va. Pero ¿te vas a acordar de mí?
-Claro panita: ¡Peralta, el bolúo!
-jajaja, así es panita, ese mismo…

Los vigilantes de FONDAFA resultaron ser el mejor servicio de ‘chicos de compañía’ que haya conocido. Casi siempre a mitad de quincena, el ‘Madamo’ Peralta me llamaba al celular y con cálida cordialidad me preguntaba que ‘cuándo pasaba por allá, que si podía esa noche’. Los días en que la necesidad de ellos coincidía con la mía me acercaba al edificio y el buen Peralta me despachaba el pedido adelantado por teléfono, generalmente el ‘nerviosito’ quien, con una porno hetero en pantalla, prodigaba unas penetraciones homosexuales memorables… O sorprendía con algún nuevo espécimen añadido al grupo por algún cambio en el personal.

Curiosamente y aunque insistí en ello con varios candidatos, nunca aceptaron hacer un trío, al parecer les daba vergüenza ser vistos en acción por sus compañeros. Sin embargo todos, de algún modo u otro y más temprano que tarde, terminaban preguntando si sus machetes eran mejores que el de sus compañeros o si ‘lo hacían’ mejor que los demás, a lo que siempre respondía un ‘sí’ aderezado con halagos…

Tiempo después dejé de recibir las llamadas de Peralta. Una noche de ocio y calentura, me acerqué al mentado edificio y, aunque el grupo de vigilantes seguía revoloteando en la puerta de entrada, quien se acercó esa noche no fue Peralta sino un desconocido:
-Buenas noches, qué desea.
-Buenas noches. Amigo, ¿Peralta estará por allí?
-No, Peralta ya no trabaja aquí, lo cambiaron. ¿Para qué lo querías?
-No, es que yo lo conozco y a veces pasaba a pedirle un cigarro …¿Tú tendrás un cigarrillo?
-No pana, yo no fumo.
-Ah …okey, gracias.
-¿Tu no serás ‘fulanito’?
-Sí, soy yo, ¿por qué?
-Peralta nos habló de ti chamo, por acá estamos ‘a la orden’.
-…Muchas gracias. Buenas noches.

Nunca más regresé.