miércoles, 14 de noviembre de 2007

San Sebastián del Orgasmo Seco

Siempre he visto con sospecha y asombro a esos hombres que se descubren homosexuales más allá de la pubertad, entrados en la edad adulta o incluso casados y paridos. Sin embargo, tal cosa debe ser cierta pues yo mismo fui testigo de la metamorfosis de un muy querido amigo, el único amigo ‘straigh’ con el cual había logrado trabar una confianza tal que conocía a mi pareja, nos acompañaba a sitios de ambiente y no juzgaba ni marcaba distancias. Él tenía su novia, se la cogía y era feliz…

Pero un buen día dejó a su tierna, se volvió el más compinche de mis compinches y poco tiempo después, entre lágrimas, me contaría que sentía algo muy especial por el hijo adolescente de su conserje, aquel sentimiento era tan fuerte que lo llevaba a pararse a las 5 de la mañana para ayudar al muchachito a sacar la basura del edificio… Así, a sus 25 años, mi mejor amigo ‘straigh’ devino en loca asalta cuna y de aspiraciones rastreras.

Aunque lo acompañé y le apoyé fielmente durante su crossover, nunca me creí del todo que tan desaforada pasión homo-pedófila hubiese surgido así no más, de la nada.

Claro, seguramente no me lo termino de creer (en su caso y en todos los similares) porque yo siempre tuve clarísimo mi gusto por los hombres. Tan natural era aquel sentimiento que el verdadero trauma llegó cuando comprendí que aquello que me había acompañado desde siempre era para los demás una aberración vergonzante y antinatural, supongo que algo similar sentirían Adán y Eva al reconocerse por primera vez desnudos luego del pecado original.

Preclaro desde siempre, con ocho o nueve años, la pornografía era un tema absolutamente desconocido para mi, quizá habría visto ya alguna revista de mujeres desnudas en el colegio y por esa época, o poco después, conseguiría una única revista que pertenecía a mi padre y que, obviamente, solo mostraba mujeres. Pero imágenes de hombres desnudos no llegarían a mis manos sino mucho tiempo después. Así que mis primeras pornográficas con las que mataba mi curiosidad y algunos años más tarde asistiría mis masturbaciones secas, fueron los libros de arte de la biblioteca familiar. Entre ellos había uno especialmente bueno, uno hermosamente empastado en cuero azul que compilaba centenares de fotos en blanco y negro.

Aunque las fotos eran pequeñas, ofrecían un paraíso de hombres desnudos: dioses griegos, emperadores romanos, santos martirizados…

De aquellas imágenes, dos eran definitivas, la escultura de Laocoonte y sus hijos: no sabía bien qué podría hacerse con un cuerpo como el de aquel hombre, pero de que algo bueno podía inventarse estaba segurísimo, y las pinturas de San Sebastián: yo no era consciente de mi propia homosexualidad pero de que San Sebastián era, ¡era!

¿O no lo creen así?



P.S. (12-01-08): Lo que sigue, es una pequñísima muestra de la iconografía de San Sebastián, pero la compilación más exaustiva que conozco (¡de meter miedo!...) está en este vínculo: http://bode.diee.unica.it/~giua/SEBASTIAN/ el cual es un dato que me regaló hoy Alex Macías, quien amorosamente lleva el blog 'Opera Scherzo', una rara joya que es necesario visitar...



























jueves, 8 de noviembre de 2007

Verte y Después Morir, Vol. II

…/…

Y sí, era casado. Aquella foto no podía significar otra cosa. Mientras él buscaba los papeles en el cuarto, yo sopesaba un puñado de opciones: “-Quizá esté divorciado, estoy seguro de que no lleva alianza en la mano; pero si está divorciado, qué sentido tiene conservar esa foto allí, tiene que estar casado. Coño, pero si está casado ¿cómo me va a traer a su casa? Este carajo o está loco o efectivamente quiere ayuda con su trabajo y nada más…”.

Más confundido quedé cuando Andrés llegó vistiendo bóxers, una franela roída que dejaba ver pedazos de su torso y sandalias de cuero. Me entregó una constitución y se sentó en una de las butacas, mesa de por medio. Al dilema de su estado civil se sumó otro: no sabía si molestarme ante la negada oportunidad de desvestirlo yo mismo (cosa con la que venía fantaseando todo el camino) o agradecerle que me dejara verlo de nuevo casi desnudo.




-Andrés, por las fotos veo que eres casado, ¿No? Le comenté fingiendo desinterés.
-Sí. Respondió sin agregar nada más.

Mientras hablábamos de la nueva constitución, Andrés –maestro de la seducción- se descalzaba y subía una y otra pierna a la butaca, cruzaba un brazo tras su cabeza… Algo estaba clarísimo: él era el dueño de la situación y la manejaba a su antojo. Luego de tentarme con la visión de sus muslos, sus pies, sus axilas, me ofreció (¿o le pedí?) un vaso de agua y al regresar de la cocina se sentó a mi lado, siempre conversando con descarada normalidad, como si existiese un buen grado de confianza entre nosotros.

Era obvio que Andrés no estaba prestando ninguna atención a los temas que supuestamente revisábamos y se divertía a mares haciéndome penar de deseo. Cuando tuvo suficiente de eso se acercó absolutamente confiado y me besó…

Antes de él, solo había sido besado por mi primera pareja. Por supuesto que entre ambos eventos habían transcurrido muchos besos, pero en ellos generalmente era yo quien besaba marcando el cómo y el cuánto o ambos luchábamos por dominar la boca del otro. Ser besado, es distinto.

Era Andrés quien me besaba y eso quedó claro cuando pasó su mano tras mi cabeza inmovilizándola. Su lengua era ágil y sus dientes especialmente afilados, llegué a temer que –si apretaba un poco más- tajaría mis labios si problema.

-Ven, vamos al cuarto.
-¿Y tu esposa Andrés?
-Hoy se queda en casa de su mamá.
-Pero, y si decide venir ni siquiera la has llamado, ¿por qué no la llamas?
-Ven, Vamos al cuarto.

Fuimos a su cuarto, al cuarto que compartía con su esposa. Seguramente lo adecuado hubiese sido sentir temor, culpa o al menos respecto por aquél lecho ajeno pero no fue así, no me importó para nada y es que por acostarme con él me hubiese echado sobre el altar mayor de una catedral.

De pie junto a la cama, tomó la franela para sacársela, pero lo detuve a tiempo: “-No, por favor déjame a mi”. A partir de ese momento Andrés entregó el mando y se abandonó a mi ávido hacer.

Lo tomé por la cintura, ambas palmas a sus costados, y poco a poco fui subiendo su franela mientras acariciaba su torso. Su piel era suave, firme y tibia. Con su pecho ya descubierto, lo abracé y hundí mi nariz en su cuello.




Aunque ello no hable muy bien de mí, he de confesar que soy muy genital: una vez en la cama –y sobre todo si se trata de un encuentro casual- no tengo paciencia para los prolegómenos, voy directo a alguna forma de contacto. Puede que luego acceda a juegos, caricias o pausas, pero primero debo adelantar algo concreto.

Con Andrés fue diferente y de ello tomaría conciencia mucho después. Instintivamente, a Andrés lo disfruté con todos los sentidos. Cierro los ojos y puedo recordar y casi recrear el aroma, el sabor y la textura de cada resquicio de su cuerpo; el galope de su corazón, el tono y matiz de cada gemido, cada queja, cada ruego suyo.

Tendido ya en la cama, barrí con nariz y boca sus brazos, su cuello y su pecho. Al llegar a sus pezones me sentí como quien conquista una cumbre, recordarán que al verlo entrar a la sala húmeda me sorprendió el color y tamaño de sus tetillas, rosadas y redondas como pétalos de una flor. Las besé, las mordí y esa noche entendí la fijación del macho común por las tetas femeninas.




Seguí bajando por su torso con boca, nariz y manos. Al llegar a sus bóxers me incorporé un poco y me dispuse a tomar la segunda cumbre. Pasé las manos tras su cintura y hacia sus nalgas bajando los pantaloncillos desde atrás con la intención de mantener su verga cubierta hasta el último instante. Andrés levantó las piernas y apuró la salida de la prenda. Tumbado sobre él, pude ver su pene con todo detalle: era grueso, mucho más ancho en la base sin que por ello la punta dejara de ser gruesa también. Al rodearlo con la mano mis dedos no se encontraron, cosa rara pues mis manos son grandes, así que tal desproporción me hizo tragar grueso.


Tiré de la piel descubriendo su cabeza que no era rosada como sus pezones sino de un rojo vivo. Su glande era redondo, carnoso y ancho rematado por un orificio más bien pequeño y sin labiecillos. Si todo el cuerpo de Andrés vestía una piel de tersura infantil, la cabeza de su verga mostraba las marcas de una vida mundana: marcas ásperas y oscuras, recuerdo de múltiples batallas.

Otra particularidad de aquél miembro maravilloso era que todo el borde de su cabeza estaba coronado con dos filas de minúsculos dientecitos blancos y triangulares que evocaban la boca de un tiburón. Llegué a temer que se tratase de alguna clase de lesión, luego supe que eran las mismas glándulas (o pápulas perladas) que muchos tenemos y que en él, como parecía ser la norma, eran hipertrofiadas.



Sus bolas eran pequeñas, más pequeñas que el promedio, pero en nada deslucían el esplendor del conjunto. Al menos sus bolas cabían completas en mi boca, cosa que nunca sucedió con su verga.

Luego de atender su pene recogiendo y catalogando cada aroma y cada sabor, me detuve un rato en su periné y tomé aliento para remontar la tercera y última cumbre, una a la que temía no me dejaría llegar.

Escribiendo esto acabo de caer en cuenta de que con Andrés nada fue como yo lo esperaba: me prestó atención cuando lo lógico era que me ignorará, resultó casado cuando su imagen era la del típico yupi homosexual, me entregó el mando cuando juraba que iría directo a por mi culo… Y lo mismo ocurrió cuando rocé el suyo con mi lengua, de un solo golpe se giró y quedó boca abajo dejando ante mis ojos el mejor culo jamás visto. Después me enteraría de su propia boca que no le gustaba su culo, que le parecía vulgar y desproporcionado y que mujeres y hombres por igual le hacían comentarios maliciosos acerca de él.




Pero las nalgas de Andrés eran “Perfectas”: redondas y turgentes. Su color era tan maravilloso y parejo como el del resto de su cuerpo, sin marcas de bronceado ni imperfección alguna, eran lampiñas y –en un nuevo error- pensé que, tan musculosas, sería difícil abrirlas para llegar hasta su fondo. Tampoco fue así, luego de acariciarlas, lamerlas y morderlas, se abrieron como fruta madura dando acceso a un valle de pelos y aromas dulces. Besé con ternura aquel canal y la cara interna de sus nalgas hasta asegurarme que toda tensión hubiese desaparecido, entonces le besé el culo, beso en el cual me esmeré como el que enseña a amar a una virgen. Tal esmero me ganaría recompensas pues, fuera de aquel tibio refugio, Andrés comenzaba a gemir con su voz ronca de macho “Perfecto”.

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jueves, 1 de noviembre de 2007

Verte y Después Morir, Vol. I


Reza un adagio: “Ver París y después morir". Me gusta pensar que la sentencia realmente se refiere a esa sensación especialísima de realización, éxtasis, arrebato y entrega sin reparo que nos produce el encuentro, así sea solo como espectadores, de algo perfecto…

En términos mucho menos poéticos y limitando la observación a la belleza física masculina, siempre he dicho: Hay unos pocos hombres perfectos a quienes solo mirar es un regalo divino y ante quienes –de llegar a interesarles- cualquier cosa distinta a una total rendición sería pecado mortal. En cualquier circunstancia, en cualquier momento, con cualquier consecuencia; ante el requerimiento de un “Perfecto” solo cabe una opción: la entrega incondicional…

Espero saber explicarme: no se trata de chicos lindos, hombres “recontra-buenos” ni siquiera de esos raros ejemplares que encajan con precisión en nuestra imagen del hombre perfecto (así, con minúscula), no. Un “Perfecto” (con P capital) es un ser que va más allá de lo que siempre hemos deseado, de cualquier fantasía o deseo. Un “Perfecto” es aquel que al cruzar tus ojos se vuelve lo único presente, detiene el tiempo y cuya luz pareciera golpearte el cuerpo diluyéndolo, dejando solo un par de ojos suspendidos en la nada anhelantes frente a sí.

No sé si haya quienes vivan esta experiencia varias veces en su vida o quienes se bajen del tren sin haberla saboreado, solo sé que en mi nada corto recorrido terrenal solamente he visto un “Perfecto” a quien -¡Alabado sea el Señor en las alturas!- llegué a “conocer”…

Esa tarde estaba yo muy tranquilo en plan desintoxicación en el sauna del gimnasio. Era temprano, de hecho, esa hora era inusual para mí pero debido a una cadena de extraños accidentes ese día sólo portaba mi celular y las llaves de casa, así que alcancé allí a mi cuñado para aprovechar su auxilio y concurrir juntos a un “evento-compromiso” familiar. El sitio estaba casi vacío. Sentado en el primer tramo de la tarima de madera divagaba en alguno de mis monólogos tormentosos con la mirada perdida en la vidriera y es que, supongo que para evitar malas tentaciones, el sauna era una salita angosta con una sola fila de asientos de dos niveles que daban de frente a un gran ventanal.

Bien, en eso estaba: “viendo lejos” como dicen por acá, cuando desde los vestidores se presentó una visión: un “Perfecto”, lo supe al instante. Como he dicho uno de los fenómenos cuánticos que acompañan la aparición de un “Perfecto” es la inmediata paralización del tiempo a su alrededor. Por eso lo supe, pues ese instante entre su asomo en la puerta de la zona húmeda y su ingreso al salón, se cuajó y fue eterno permitiéndome detallar su silueta, y es que la luz entraba a borbotones desde los vestidores tras de sí.

Era un muchacho joven, no más de 27 años y una talla superior al metro ochenta. Su cuerpo era un dibujo de Centeno Vallenilla, uno de los gigantes de la Fuente Venezuela: cabeza cuadrada, cuello grueso, espaldas anchísimas que caían en peligrosa pirueta sobre una cintura prieta; piernas de vértigo: muslos gruesos y firmes que se apoyaban sobre sólidas rodillas para luego prodigarse en unas generosas pantorrillas.



Venía desnudo, con una pequeña toalla blanca en la mano. Cegado por la luz, no pude ver lo que tenía entre sus piernas pero bien me hubiese dado por satisfecho con lo visto hasta entonces.

El tiempo reanudó su marcha y el “Perfecto” ingresó a la sala. Bajo las luces fluorescentes pude ahora ver el contenido de la silueta: un mar de piel color aceituna, entre dorada y cetrina, sin marcas ni sombras; todo él parecía estar bañado en cobre líquido. Tres máculas rompían aquella uniformidad: dos pezones rosados que no eran tetillas sino pezones, pálidos y del tamaño de un fuerte, y una moquetita de pelo negrísimo sobre su verga.

En ese instante, como sucede siempre en estos casos, yo no existía me había disuelto en el aire cálido, era solo una mirada plena de deseo.

Aquellos breves segundos me parecieron más que suficientes y, pesimista por convicción, estaba seguro de que el joven pasaría directo al vapor pero no fue así. El “Perfecto” se dirigió hacía mi, abrió la puerta y me miró a los ojos. En ese momento regresé a mi cuerpo y tomé consciencia de que, para él, seguramente yo había ejecutado una rutina de buceo descarado y lamentable, digna de un buen reclamo; pero simplemente entró al cuarto, cerró la puerta y se subió al segundo nivel del entablado clavando los ojos en el infinito.

Esa tarde despejé todo temor a las advertencias de mi abuela: “¡No tuerzas así los ojos muchacho, que te va a entrar un mal aire y te vas a quedar visco!”, pues aquello de mantener una actitud decente, la cara al frente y a la vez recorrer cada centímetro de su cuerpo no era tarea fácil.

Como pude, comprobé que no se rasuraba pues todo su cuerpo estaba cubierto de un vellón muy fino solo apreciable a corta distancia. Confirmé que sus piernas eran perfectas: sus pantorrillas bajaban en una curva deliciosa y amplísima que moría en sus talones. Pude ver que sus manos y pies eran también grandes e impecablemente cuidados y que el perfil de su cara era tan o más hermoso que su visión frontal: su nariz era grande (como todo él) pero armoniosa y diabólicamente masculina, su frente era alta y vertical: un risco sobre el cual rompían olas de un mar endrino, rudos rizos, hilos de ónix.

Pero lo mejor de todo era el espectáculo que ofrecía su verga. Ya he dicho que todo él era grande y me gustaría explicar bien esto: no se trataba de un cuerpo construido a base de ejercicios -claro que se ejercitaba y estaba en tono- pero era obvio que se trataba de estos seres benditos que detentan un cuerpo hermoso por naturaleza y sin esfuerzo alguno. Todo él parecía hecho a una escala mayor, cada músculo hinchado, cada hueso crecido eran así de suyo no por pesas o esteroides… Bueno, siendo un hombre “grande” su pene no estaba fuera de proporción: era grande, quizá de unos veinte centímetros pero el largo se veía compensado (por no decir opacado) por el ancho. Ese pene, un pene “Perfecto”, visto desde abajo y en lateral colgaba como un péndulo entre sus piernas al borde de la grada.

Afortunadamente yo estaba cubierto con la toalla pues la erección que sufría era apoteósica. Recuerdo con gracia que ya llevaba varios minutos en el sauna cuando él llegó y comenzaba a sofocarme pero salir era imposible porque no había manera de esconder mi excitación.

Demás está decir que ni en un solo instante llegue a pensar que a aquel “Perfecto” le pudiese siquiera importar mi presencia y menos aún que tuviese interés en cruzar palabra conmigo, de manera que cuando –con la proeza fisiológica de verlo con la oreja derecha- advertí que la verga se le comenzaba a llenar de sangre me dio como una vaina (y lo siento pero no puedo ser poético: ¡me dio una vaina!). Aquella bestia de bronce empezó a crecer y a crecer, y aunque se veía cada vez más pesada, comenzó a levantarse hasta que se perdió tras su muslo izquierdo luego de lo cual él tomó la toalla (siempre sin verme) y se cubrió.

Era obvio que el “Perfecto” se había excitado, y ante la ausencia de otro ser humano en derredor, la cosa parecía ser responsabilidad mía.

De seguida, él se incorporó, se detuvo frente a mi para descubrir su pene que luchaba por mantenerse a noventa grados del piso y se envolvió en la toalla. Me miró, sonrío y salió pasando directo al vapor.



He dicho que por un “Perfecto” todo riesgo es despreciable así que, decidido a recibir –cuando menos un desplante y, posiblemente, un coñazo- salí a recuperar el aliento y bajar mi propia verga en las duchas frías entrando tan pronto pude al vapor.

…¡Me habló! No recuerdo cómo inició él la conversación, ni cómo fui yo capaz de mantenerla con algo de coherencia, a partir de allí todo es nebuloso en mi memoria, solo puedo precisar que se llamaba Andrés, que era economista, que vivía cerca …y que necesitaba ayuda con el análisis de las disposiciones económicas de la nueva constitución para un informe de su trabajo, cosa en la cual –miren ustedes- yo le podía ser útil.

Me invitó a su casa donde tenía disponible el material necesario: “-Sí, esta misma noche. Si no tienes problema podemos irnos ya…”, cosa a la que accedí de inmediato sin importarme que no tenía un centavo ni papeles encima, que no sabía para donde iba, que me esperaban mi cuñado y mi familia, y con plena consciencia de que aquello no sería más que un descarado chuleo intelectual (¡por lo cual agradecí nuevamente a mis padres el haberme obligado a estudiar como un condenado!).

Me vestí conversando animadamente con mi nuevo amigo que poco a poco fue sacando del locker las piezas de un regio traje de paño oscuro, camisa blanca de mancuernillas, zapatos de piel, una corbata arrechísima. Nada en él era chabacano o de dudoso gusto. Espero poder trasmitirles lo que significó vivir aquel proceso a la inversa: pasar de haber contemplado la absoluta desnudez de un hombre “Perfecto” a verlo luego vestirse a cuatro palmos, poco a poco y con una elegancia absoluta. Aquello era demasiado, ¡demasiado!

No crean que no me asaltaban las dudas, ni en las noches más locas de discoteca, bares o encuentros con amigos de amigos yo me había ido así con alguien. La imagen de una foto mía bajo el titular: “Hombre solo muere en ‘extrañas’ circunstancias” era conjuro suficiente para mantenerme en mis cabales. Pero esa tarde, esa noche incipiente, al ver a aquel Dios moderno, a ese hermoso entre los hermosos acepté el riesgo cierto del más infamante de los asesinatos: “¡Pero me encontrarán con una sonrisa de oreja a oreja!”.

Una vez vestidos salimos del gimnasio, yo rogando no conseguir a mi cuñado en el camino pues la cabeza no me daba para inventar excusa alguna…

No sabía qué carajo iba a hacer, por pura rebeldía ciudadana me había negado a leer siquiera la nueva constitución y además, de las diversas ramas del derecho, el económico nunca había sido de mi interés, así que en realidad la ayuda que le podía ofrecer era nula…

Afortunadamente, él vivía en una zona aparentemente segura y relativamente conocida por mí: a quince cuadras –más o menos- vivía un amigo, cosa que me tranquilizó.

Subimos a su casa, abrió la puerta y me hizo pasar: “-Toma asiento, déjame buscar los papeles y ya estoy contigo”. Seguí a la sala. Camino al sofá encontré un mueble con la típica colección de portarretratos, el más grande: uno de plata que exhibía una foto de Andrés vestido de chaqué y sosteniendo grácilmente a una bella muchacha en traje de novia…



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(Por parecerse algo a él, las imágenes son: 1. "Estatua de la Fuente Venezuela", fotografía de Alex Franka 2. "Magnolias" de Pedro Centeno Vallenilla).