domingo, 9 de septiembre de 2007

Los Muhachos de Peralta y El Jardín de Las Hespérides. Vol. I

Su casa no quedaba para nada en mi vía pero –“nobleza obliga”-, cada vez que el grupo sesionaba, llevar a mi amiga era tarea fija. Cansado, bebido o incluso arrecho con ella por algún desencuentro tertuliano, cumplir mi deber tenía su recompensa: la conveniente proximidad del circuito de La Hoyada. Esa cuadra en que la avenida Fuerzas Armadas toma aliento para subir el puente rumbo al sur es –o entonces era- un mercadillo de exquisitas atrocidades donde, en la noche más sosa, al menos podía verse a algún borracho meando de cara a la calle. Ese día esperaba correr con la suerte de encontrar de nuevo a Vargas, aquél supuesto militar que –junto a un grupito de compañeros- se rebuscaba semanas atrás y me había sorprendido con una muy buena verga, limpia e inodora. En la callecita oscura, Vargas me había ofrecido dos bonus free por mi compra. El primero: haber disfrutado con un morbo asquerosamente auténtico la mamada que le prodigué y, el segundo, haberse pasado por el culo mi ruego de “avísame cuando vayas a acabar”... De no ser por mi costumbre de dejarme los lentes, Vargas me hubiese sacado un ojo del lechazo despachándome directo al infectólogo… …La vuelta reglamentaria y ni rastro de los chachos de “El Honor es su Divisa”. Pues nada –me dije- toca esperar un rato a ver si llega el carúpanero: un negro-catire (tal cual), malhumorado y carero, pero de higiene confiable y verga gorda como una yuca. Al dar la segunda vuelta vi que un grupo de cinco o seis vigilantes que conversaban a las puertas de un edificio se quedaron mirándome con interés. “Se jodió el paseo” –pensé- “estos coños van a llamar a la policía”… Sin embargo, al pasar frente a ellos, uno de los tipos –uno blanco y bajito- extendió los brazos y levantó los hombros en el gesto universal de “…y entonces…”, aderezado con una sonrisa pícara que me dejó confundido: “¡Qué vaina es esta!”. Decidí arriesgarme y dar otra vuelta. Al verme entrompar en la esquina, el pequeñín se separó del grupo y empezó a caminar en mi dirección hecho el paisano. Cagado pero tentado, paré el carro cuando nos cruzamos y bajé el vidrio derecho: -Entonces, ¿qué haces por allí? –Me dijo. -Matando el tiempo, no quiero llegar a casa aún. Y ustedes qué, ¿conversandito? -Si, fumándonos un cigarrito afuera. -Chamo, regálame uno por fa- Avancé. -Pana es que se me están acabando. (Segundos de silencio y luego una inspiración divina): -Si quieres vamos a La Hoyada y compramos unas cajas, es que a mi me da paja bajarme del carro solo, yo tengo aquí plata. -Si va, déjame avisarle a los panas… -Listo, vamos pues. Sube el vidrio antes de pasar por la puerta porque hay cámaras de seguridad y se ponen ladilla si nos ven salir. Peralta chamo, mucho gusto- Remató extendiendo la mano. -Mucho gusto- Respondí.
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Los Muhachos de Peralta y El Jardín de Las Hespérides. Vol. II

.../... Una vez en el carro comenzó el escrutinio: Peralta era un gochito catire. Allí sentado no se veía tan pequeño como había lucido junto a sus compañeros. No era ninguna belleza: treinta y pocos, retaquito; de extremidades más bien cortas y cabello castaño, pero con una cara bonachona, de esas que te sonríen hasta con los poros, de las que confiesan inermes: “soy más buena gente que el carajo”. Además, gocho al fin –y a pesar de las circunstancias- había algo respetuoso en su trato que me gustó. -Y entonces chamo, ¿Qué haces por ahí tan tarde? (El viaje era corto así que la cosa era para ya, le clavé los ojos en la entrepierna y respondí) -Nada en especial, esperando a ver qué sale. Peralta agarró la seña y se llevó la mano al bojote: -En eso andamos todo. Hicimos el mandado, prendió dos cigarros y emprendimos el regreso con la maravillosa ventaja que, para quién como yo dice no conocer El Centro, conseguir retorno en la Fuerzas Armadas es cosa dilatada. Durante los lapsos que me permitía el manejo, le miraba con descaro el paquete. A esas alturas, ambos sabíamos a la perfección cuál era el juego pero, a pesar de los pesares, yo conservo un punto de pudor, o de orgullo pendejo, que me impide hacer la primera oferta. -¿Te gusta?- Salvó la parte Peralta. -Sí chamo… ¿Puedo?- Pregunté levantando apenas la mano. …Es paja decir que no disfruto a rabiar todo lo que viene después, pero la sensación que ofrece ese momento efímero, ese instante en que duda, temor y deseo han tensado el cuerpo hasta el dolor y es inminente el abismo, ¡es lo máximo! La expectativa del contacto, ese avanzar –rapaz y profano- sobre un cuerpo desconocido, es para mi el verdadero orgasmo del encuentro callejero… -Dale. Respondió Peralta quitando su mano del bojote. Mi brazo recorría el camino a su entrepierna y mi mente encomendaba el carro a todos los santos y me picaba: ¡La Ley de la Escuadra, este gochito debe tener una mandarria! Dos sobadas sobre la envoltura para cumplir los honores y enfilé contra el cierre. -Deja que me estacione en alguna parte, no me toque devolverte con el volante de sobrero. -jajaja, Dale pues. Alcanzada la calle segura (una que solía traerme suerte) abrí el cierre y metí mi mano...
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Los Muhachos de Peralta y El Jardín de Las Hespérides. Vol. III

.../... Abierto el cierre y separadas las ropas, me estrellé con la triste realidad: ¡Qué ley de la escuadra ni que niño muerto, no joda! Aquello era un piripicho, el piripichito de “el niño de los páramos”... -¿Te gusta? Preguntó él con voz posada y un dejo de orgullo. -Sí papi se ve divino- Respondí con voz marica en burlón autocastigo. Qué se le va a hacer –pensé- dale tres meneadas y devuélvelo con su bono de consolación... Le abrí la correa y el pantalón para poder agarrar bien la salchichita. Al correrle un poco el interior saltó una bola: ¡Laaa Bo-la!... La vaina me dejó descolocado, “¿¡Qué es esto Señor?!”… Le bajé aun más los pantalones y me acerqué. El panorama cambió por completo, aquél gocho tenía unas bolas inmensas, creo que las más grandes que me haya comido hasta ahora. Para rematar, la verguita del gocho estaba sembrada en un minúsculo prado de vellos rubísimos. No me cuadra la imagen del Guachimán Coqueto, pero –intervenido o natural- aquel pubis era un jardincito primoroso: ¡El Jardín de las Hespérides!, pensé. Y es que la cosa, de ser un fiasco total, había tomado un giro mitológico: “Na´pendejá, las Manzanas Doradas servidas sobre el Vellocino de Oro" -bromeó mi picador interno- “pues la inmortalidad prometida llegará mamando”, me respondí… Me agaché con renovado deseo. Desde su muslo -magnificada perspectiva- la visión era onírica: una colinita de hierbas de cristal sobre arenas blancas. Su pene, tan triste al tacto, se erigía como un monolito perfecto coronado con un pálido capullo a punto de florecer... "Las cosas de Dios son perfectas" -pensé- aquel paraíso lunar sólo podía ser habitado por eso: por un lúbrico serafín... A todas estas, Peralta –ajeno a mi paja mental (nunca mejor dicho)- y seguramente con ideas mucho más terrenales y -sobre todo- comerciales, me veía con una sonrisa orgullosa… Le mamé las bolas hasta la saciedad, una a una, ambas a la vez; con fuerza, con ternura; fue maravilloso acunarlas en la boca mientras recorría sus formas con lengua lasciva... Más que mamar su pene, el placer fue sentirlo luchar contra mi cara: guardián llorón de un huerto de espigas que yo, literalmente, tragaba a mordiscos. Esta vez, sentir los pelos ásperos atorados entre mis dientes, atascados en mi garganta, no era repugnante molestia sino esperado trofeo... Ninguno de los dos acabó. Yo prefiero reservar el gran orgasmo a la cómoda soledad de mi cama lo cual, además, me permite cumplir con amabilidad y hasta gusto, la tarea final de pagar y desembarcar (o devolver en este caso) la mercancía, formas que no se si guardaría una vez disipado el sopor sensual. Sin embargo, esa noche quedamos los dos satisfechos, al menos yo disfruté esa especie de para-orgasmo, ese placer intenso y sostenido parecido al que subsiste entre cada pulsación seminal... Los detalles del pago se cumplieron con una cordialidad pasmosa, definitivamente los andinos son gente hasta para eso… Me quedé con tres cigarros y le di también mi cajetilla: -Peralta y tus compañeros no se enrollan, digo, ¿no se darán cuenta? -No chamo, tu sabes que uno tiene que rebuscarse y los muchachos saben como es todo… -Qué, pero ¿y ellos también echan pa´lante? -Si vale, ellos saben como es todo. -Coño, ¿y tu no crees que haya alguno que quiera dar una vueltica conmigo? -Qué fue chamo, ¡tás glotón! jajaja -jajaja. No vale, tu sabes como es, pura solidaridad social, seguro habrá alguno “pegáo al sartén”… -jajaja, nojó, toditos… -Si me consigues uno con un machete bien grande te doy pa´ las arepas de mañana. -Tranquilo. Párate aquí arribita que ya te mando al chamo, pero tu sabes como es, el pana no tiene pal pasaje. -Tu tranquilo. -Bueno mi pana, nos vemos. Gracias. -Gracias a ti Peralta, cuando regrese al chamo te pido un cigarro pa´ darte el regalito guillao. -Si va…

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viernes, 7 de septiembre de 2007

Semen

Si te masturbo, que tu chorro golpee mi pecho y empape mi camisa. 
 Si te la mamo, que tu descarga sea infinita y corra por mi sangre.
Si te penetro, que tu leche mane espontánea como savia de árbol herido. 
Si me penetras, que la siembra sea profunda apuñaleando mi cuerpo.

(Para E., más de diez años después)

martes, 4 de septiembre de 2007

Derroteros del Incesto

Mi primer recuerdo de un hombre desnudo es el de mi propio padre en nuestro baño.

Cosas de casa, en mi familia somos muy pudorosos: nada de nudismo hogareño, puertas abiertas o duchas compartidas. Sin embargo, por alguna extraña razón, ese día me bañaba con mi padre.

No puedo recordar qué edad tenía o alguna otra circunstancia, la imagen es tan solo una foto: una pieza de carne blanca rodeada de una maraña de vellos negros que colgaba entre las piernas de mi papá justo frente a mis ojos. En ese recuerdo no identifico morbo alguno, más bien sorpresa y curiosidad ante la desproporción de aquel miembro que en nada se parecía al mio. Sin embargo, hoy –después de todo lo vivido- creo que pocos ejemplares han igualado la hermosura, el poder y, sobre todo, la naturalidad y la confianza que evocan en mi el recuerdo del pene paterno.

Luego de esa vez, no volví a ver a mi padre desnudo.

Si mi primera contemplación sexual tuvo como sujeto a mi padre, mi primer contacto físico también fue consanguíneo. Mi tío vivía (y vive aún) en el interior. Otra de las notas típicas de mi familia –por ambas ramas- es el desapego casi displicente entre las diferentes estirpes. Por ello, las visitas de mi tío (como las de cualquier pariente) eran rarezas esporádicas.

Yo tendría nueve o diez años y mi tío –de treinta y tantos– nos visitaba. Fue alojado en mi cuarto, en una cama junto a la mía.

En ese entonces mi tío era sólo eso, mi tío. Hoy reconozco que era un oso perfecto: fornido, con una gran barriga, moreno, medio calvo, de piernas y brazos gruesos pero armoniosos, y groseramente velludo, la sombra de su barba comenzaba en el límite de sus párpados inferiores.

En este caso tampoco recuerdo los prolegómenos, sólo se que –acostados en la misma cama- un inocente juego de cosquillas devino en una sesión de caricias mías sobre su pecho. Si en el baño con mi padre no hubo hasta hace poco ninguna carga erótica, he de confesar que acá el morbo era mucho y -sobe todo- mío. Paradójicamente en esta historia (como intuyo sucede en muchos episodios pedofílicos) la víctima era el adulto.

Yo acariciaba su pecho y poco a poco fui extendiendo el recorrido de mi minúscula mano hasta su panza y, luego de varias rondas, al borde de sus interiores. Todo él era pelos y carne dura, pelos rudos y piel de macho. En ese momento sentí, por primera vez, ese corrientazo helado que recorre la espalda el justo instante en que se decide dar un paso que puede ser mortal… Esa nueva caricia, rasante y velocísima, cubrió su calzoncillo y regresó al pecho. Me detuve a esperar –también por primera vez- las consecuencias apocalípticas de mi lisura, pero sólo obtuve por reacción un: “sigue…”. Seguí. Mis caricias iban del pecho a su bajo vientre, cada vez más suaves, más conscientes y anhelantes.

Otra sentella de hielo e introduje mi mano en sus interiores. Recuerdo vívidamente aquel primer contacto con el sexo de un hombre: la piel fina, abundante y móvil; la flacidez palpitante de su pene exageradamente gordo y la dureza petrea de su testículos.



No recuerdo que esa noche, o las siguientes, mi tío haya tenido una erección y yo, inocente como nunca luego, era incapaz de regalársela. Me limité a acariciarlo suave y rítmicamente, para detenerme luego en su verga y conocer, a tientas y ciegas, los misterios de la entrepierna masculina.

Varios años después, y esta vez en su casa, pude disfrutar nuevamente de mi tío. Entonces, contando 16 años, supe como excitar su cuerpo. Erecto, descubrí que él poseía la verga más gruesa que –aún ahora- haya visto en mi vida… Con no más de 10 cm., su pene es incomprensiblemente grueso y su cabeza lo supera… Lo masturbé varias veces pero, qué estupidez, no me atreví a más.

Nunca lo vi acabar. Él es heterosexual, jamás me buscó o propició mis excesos, así que justo ahora me parece comprender que –sabiéndome homosexual- quiso ofrecerse a mi –o más bien, tolerar de mi- esos primeros contactos. Siempre agradeceré la ternura de su “dejarse hacer”.

El próximo hito de mi evolución sexual también sería incestuoso.

Tenía yo trece años y, urgido de un curso de nivelación que salvara mi segundo año, fui a dar a casa de una tía profesora en una ciudad vecina. Como he dicho, nuestras relaciones familiares son particularmente distantes, así que aquella visita fue una experiencia única e irrepetida que me puso a vivir por una semana en el cuarto del menor de mis primos quien, a sus 15 años, era la personificación del vocablo “belleza”.

Una tarde de lucha greco-romana (de nuevo un juego era el camino) me dejó completamente dominado: mi cabeza presa entre sus muslos. Él me amenazó con “meterme la paloma en la boca”, yo le reté a que lo hiciera y él lo hizo…

Con mi primo aprendí a mamar, a recorrer cuerpos con mi lengua y a acariciar nalgas para madurar la fruta que ellas atesoran. Fue una semana maravillosa, quizá la más feliz de mi vida sexual pues cada forma de contacto fue un prodigio que se reveló ante nosotros libre de malicias y conocimiento previo.

De esa experiencia hay un recuerdo especialmente importante: inocentes y torpes, nuestros encuentros no eran más que ejercicios taoístas pues no se nos ocurría que tanto retozo erótico debiese culminar con un orgasmo… Una tarde, mientras chupaba la verga a mi primo, lo sentí gemir y tensarse. De inmediato, un líquido espeso, tibio y acre llenó mi boca. Su descarga debió ser ingente pues, a pesar de haber tragado dos o tres veces, luego de recuperarse y ante mi paralizado asombro, mi primo pasó su índice por mi quijada y luego, en un gesto de masculinidad y erotismo supremo, azotó su mano arrojando al piso los restos de su leche.

He aquí las bases biográficas de mi obsesión fálica y sus circunstancias: mi gusto por el vello púbico al natural, mi preferencia por las vergas gruesas más que grandes y, principalmente, la sacralización del sexo oral como acto supremo de intimidad y entrega homosexual. En mi imaginario, la fusión biológica que para los heterosexuales significa dar vida a un tercero a través de la concepción, entre dos hombres se concreta cuando uno de ellos entrega al otro, como alimento, la esencia misma de su ser.


(Imágenes prestadas desde la galería virtual de Stephen Williams)