martes, 4 de septiembre de 2007

Derroteros del Incesto

Mi primer recuerdo de un hombre desnudo es el de mi propio padre en nuestro baño.

Cosas de casa, en mi familia somos muy pudorosos: nada de nudismo hogareño, puertas abiertas o duchas compartidas. Sin embargo, por alguna extraña razón, ese día me bañaba con mi padre.

No puedo recordar qué edad tenía o alguna otra circunstancia, la imagen es tan solo una foto: una pieza de carne blanca rodeada de una maraña de vellos negros que colgaba entre las piernas de mi papá justo frente a mis ojos. En ese recuerdo no identifico morbo alguno, más bien sorpresa y curiosidad ante la desproporción de aquel miembro que en nada se parecía al mio. Sin embargo, hoy –después de todo lo vivido- creo que pocos ejemplares han igualado la hermosura, el poder y, sobre todo, la naturalidad y la confianza que evocan en mi el recuerdo del pene paterno.

Luego de esa vez, no volví a ver a mi padre desnudo.

Si mi primera contemplación sexual tuvo como sujeto a mi padre, mi primer contacto físico también fue consanguíneo. Mi tío vivía (y vive aún) en el interior. Otra de las notas típicas de mi familia –por ambas ramas- es el desapego casi displicente entre las diferentes estirpes. Por ello, las visitas de mi tío (como las de cualquier pariente) eran rarezas esporádicas.

Yo tendría nueve o diez años y mi tío –de treinta y tantos– nos visitaba. Fue alojado en mi cuarto, en una cama junto a la mía.

En ese entonces mi tío era sólo eso, mi tío. Hoy reconozco que era un oso perfecto: fornido, con una gran barriga, moreno, medio calvo, de piernas y brazos gruesos pero armoniosos, y groseramente velludo, la sombra de su barba comenzaba en el límite de sus párpados inferiores.

En este caso tampoco recuerdo los prolegómenos, sólo se que –acostados en la misma cama- un inocente juego de cosquillas devino en una sesión de caricias mías sobre su pecho. Si en el baño con mi padre no hubo hasta hace poco ninguna carga erótica, he de confesar que acá el morbo era mucho y -sobe todo- mío. Paradójicamente en esta historia (como intuyo sucede en muchos episodios pedofílicos) la víctima era el adulto.

Yo acariciaba su pecho y poco a poco fui extendiendo el recorrido de mi minúscula mano hasta su panza y, luego de varias rondas, al borde de sus interiores. Todo él era pelos y carne dura, pelos rudos y piel de macho. En ese momento sentí, por primera vez, ese corrientazo helado que recorre la espalda el justo instante en que se decide dar un paso que puede ser mortal… Esa nueva caricia, rasante y velocísima, cubrió su calzoncillo y regresó al pecho. Me detuve a esperar –también por primera vez- las consecuencias apocalípticas de mi lisura, pero sólo obtuve por reacción un: “sigue…”. Seguí. Mis caricias iban del pecho a su bajo vientre, cada vez más suaves, más conscientes y anhelantes.

Otra sentella de hielo e introduje mi mano en sus interiores. Recuerdo vívidamente aquel primer contacto con el sexo de un hombre: la piel fina, abundante y móvil; la flacidez palpitante de su pene exageradamente gordo y la dureza petrea de su testículos.



No recuerdo que esa noche, o las siguientes, mi tío haya tenido una erección y yo, inocente como nunca luego, era incapaz de regalársela. Me limité a acariciarlo suave y rítmicamente, para detenerme luego en su verga y conocer, a tientas y ciegas, los misterios de la entrepierna masculina.

Varios años después, y esta vez en su casa, pude disfrutar nuevamente de mi tío. Entonces, contando 16 años, supe como excitar su cuerpo. Erecto, descubrí que él poseía la verga más gruesa que –aún ahora- haya visto en mi vida… Con no más de 10 cm., su pene es incomprensiblemente grueso y su cabeza lo supera… Lo masturbé varias veces pero, qué estupidez, no me atreví a más.

Nunca lo vi acabar. Él es heterosexual, jamás me buscó o propició mis excesos, así que justo ahora me parece comprender que –sabiéndome homosexual- quiso ofrecerse a mi –o más bien, tolerar de mi- esos primeros contactos. Siempre agradeceré la ternura de su “dejarse hacer”.

El próximo hito de mi evolución sexual también sería incestuoso.

Tenía yo trece años y, urgido de un curso de nivelación que salvara mi segundo año, fui a dar a casa de una tía profesora en una ciudad vecina. Como he dicho, nuestras relaciones familiares son particularmente distantes, así que aquella visita fue una experiencia única e irrepetida que me puso a vivir por una semana en el cuarto del menor de mis primos quien, a sus 15 años, era la personificación del vocablo “belleza”.

Una tarde de lucha greco-romana (de nuevo un juego era el camino) me dejó completamente dominado: mi cabeza presa entre sus muslos. Él me amenazó con “meterme la paloma en la boca”, yo le reté a que lo hiciera y él lo hizo…

Con mi primo aprendí a mamar, a recorrer cuerpos con mi lengua y a acariciar nalgas para madurar la fruta que ellas atesoran. Fue una semana maravillosa, quizá la más feliz de mi vida sexual pues cada forma de contacto fue un prodigio que se reveló ante nosotros libre de malicias y conocimiento previo.

De esa experiencia hay un recuerdo especialmente importante: inocentes y torpes, nuestros encuentros no eran más que ejercicios taoístas pues no se nos ocurría que tanto retozo erótico debiese culminar con un orgasmo… Una tarde, mientras chupaba la verga a mi primo, lo sentí gemir y tensarse. De inmediato, un líquido espeso, tibio y acre llenó mi boca. Su descarga debió ser ingente pues, a pesar de haber tragado dos o tres veces, luego de recuperarse y ante mi paralizado asombro, mi primo pasó su índice por mi quijada y luego, en un gesto de masculinidad y erotismo supremo, azotó su mano arrojando al piso los restos de su leche.

He aquí las bases biográficas de mi obsesión fálica y sus circunstancias: mi gusto por el vello púbico al natural, mi preferencia por las vergas gruesas más que grandes y, principalmente, la sacralización del sexo oral como acto supremo de intimidad y entrega homosexual. En mi imaginario, la fusión biológica que para los heterosexuales significa dar vida a un tercero a través de la concepción, entre dos hombres se concreta cuando uno de ellos entrega al otro, como alimento, la esencia misma de su ser.


(Imágenes prestadas desde la galería virtual de Stephen Williams)

7 comentarios:

Juanjo dijo...

Wow!!! pero este relato está intenso y muy bien escrito. Me gustan las sensaciones que pueden percibir colores, olores, formas.... al final, una buena erección de mi parte.
Bienvenido a la blogosfera, por supuesto que puedes enlazar mi blog acá que yo haré lo mismo. No dejes de bloguear.

Lascivus dijo...

Primer comentario del Blog lo que, sumado a tu condición de inspirador del mismo, te da categoría de "Padrino". ¡Vaina pa´ pavosa! Pero: la vida es dura... ¡¡Bienvenido!!

Anónimo dijo...

Ah, qué haría uno si no existiesen los primos... ¡Cuánto dejaría uno de aprender!

Entraste en los blogs como una explosión, debo decir... Tremenda historia la de tus inicios. Y cierto es que, en el acto intimísimo de dar placer oral a un hombre, recibir su simiente se antoja una comunión única, poderosa.

Te enlazo desde ya y espero seguir leyéndote. Un saludo.

Arquitecturibe dijo...

Wow!!!!!
Acaso este es el primer paso de la larga jronada que he seguido?
es este el inicio de todo?
He recorrido tu pasado hasta llegar a tus inicios????
PUes no se... solo sé que blogger no me permitió llegar más alla... y hasta aqui te acompaño....
ya me dio hambre... voy a almorzar...
un abrazo

Lascivus dijo...

Sí Dark, este fue el primer post... ¡Vaya maratón que te tiraste!

Gracias por la visita y todos los comentarios, ¡Un abrazote!

Yahya. Carlos Flores A. Escritor. dijo...

gran acierto el poner este relato en tu blog, que esta muy bueno.
pocos relatos hay como el tuyo, que tocando este tema, no caigan en la vulgaridad.
te propongo desde luego, incluir un link de tu blog en el mio y que hagas lo mismo con LA PLUMA DORADA. espero que me avises si haceptas la propuesta.
felicitaciones.

open mind dijo...

Un primo siempre es la primera experiencia! Excelente relato