sábado, 1 de diciembre de 2007

Del Día Internacional de la Lucha Contra el SIDA y los Enanos Toreros o de cómo todos podemos ser gays...




Corría el final de los 80’s y, estando ya en el último año de la carrera, comenzaba a volver la mirada hacia ese tema que había decidido mantener a buen resguardo: el asunto de mi identidad sexual…

Después de casi una hora de susto en el pecho, de risas nerviosas y con la garganta hecha una crineja, sentados en un pasillo de CCCT, le había confesado a Juan, mi mejor amigo (compañero del bachillerato y de la universidad), que era gay.

Recuerdo que me desilusionó la poca o, mejor dicho, ninguna sorpresa con que Juan tomó la noticia y, así mismo, la diminuta proporción que tomó mi “drama humano” cuando, acto seguido a mi confesión, Juan me soltó que él –hijo de gallegos y parecido al papá de Manolito- no era gay, sino “una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre”…

Dos o tres días después de eso, le conté “mi secreto” a Teresa, compañera del primer año de la carrera y desde entonces mejor amiga. Ella también se lo tomó con la mayor naturalidad.

Los tres formábamos un grupo bastante particular, algo así como un club de frikis altamente desadaptados. Cada quien hacía su vida académica por separado en diferentes secciones pero antes de clases y al finalizar, nos reuníamos en un banco de la plaza central y allí nos dedicábamos a joder y reír como unos niñatos…

Después del intercambio de confidencias (Juan le contó a Teresa y ella nos confesó a ambos que una vez graduada se quería hacer monja), nos unimos aún más y comenzamos a frecuentar el Ateneo de Caracas y el área de los museos, por cuyos pisos y terrazas vegetábamos viendo pasar a los personajes más pintorescos. Nosotros mismos nos mimetizamos en una especie de “hippies-punketos-pregóticos-nerds-gallos-come flores”, nos perforamos las orejas en los jardines del Teresa Carreño y hacíamos la siesta en la columnata del Museo de Arte Nacional…

En eso estábamos cuando Teresa anunció un evento que sería decisivo en nuestras vidas: “-El primero de enero es el día internacional del SIDA y Fundavalor dará una conferencia en el Ateneo.” Demás está decir que en ese entonces los tres éramos vírgenes y estábamos recagados de miedo con el tema del SIDA, así que fuimos.

Nada más llegar, saliendo del ascensor y sin ver aún a nadie, nos quedamos pasmados al escuchar los chillidos destemplados de una loca que clamaba: “¡Pasen, pasen que esto va a comenzar!”. Era un muchacho flaquito y súper amanerado que fungía como chica de protocolo/productora ejecutiva…

No recuerdo bien que temas se trataron en la conferencia, sólo que se anunció que habría el testimonio de una persona infectada. Los tres intercambiamos miradas y nos dijimos: “Ese tiene que ser ‘Frutica”, nombre con el cual quedaría bautizado el muchacho de la puerta.

Finalizadas las ponencias, hicieron la presentación del “testimoniante”, un joven de veintitantos años, infectado con el VIH, bla, bla, bla: el señor Antonio Santaella… Pero el muchacho que se acercó al pódium no fue “Frutica” sino un tipo muy bien plantado, delgado pero fibroso, alto, no bonito pero sí muy atractivo y con una voz profunda y serísima.

Tampoco recuerdo de qué nos habló, supongo que de su experiencia personal, el hecho es que nosotros tres, “vírgenes-hippies-gallos-pregóticos de biblioteca” estábamos fascinados ante la presencia de aquél ser.

Concluido el acto, Frutica esperaba a las puertas del salón para invitar a los presentes a un “refrigerio”. Nos quedamos al ágape, más que todo por seguir contemplando desde lejos a aquél hombre misterioso e interesante que permanecía solo en una esquina de la terraza.
-Voy a hablar con él. Les dije.
-¡Qué!, ¿Tu estás loco?- Me respondieron al unísono -¿Qué le vas a decir?
-Pues que soy homosexual y tengo pánico a contagiarme, eso.
-No, no vayas, qué bolas tienes tu.

Pero, a pesar de mi furibunda cobardía, emprendí la marcha y lo abordé.

Tampoco recuerdo qué le dije al principio, creo que exactamente lo mismo que apunté arriba: “Hola, ¿cómo estás? Quisiera hablar contigo porque soy homosexual y tengo mucho miedo de contagiarme con el SIDA…”.

Antonio fue muy amable y se puso a charlar conmigo. Juan y Teresa se quedaron petrificados y luego se fueron acercando como esas ardillas miedosas que llegan a comer de una mano luego de que alguna más astuta o tonta ha dado el primer paso.

La cosa se animó y nos quedamos hasta el final, de hecho, hasta que Antonio decidió que era hora de irnos porque “Frutica” estaba muy necia. Nos pidió que lo acompañáramos a su casa: un cuarto alquilado en una pensión de Santa Rosalía. Ninguno de nosotros tenía carro, de hecho nuestro capital consistía en una buena ración de tickets estudiantiles del Metro, así que nos fuimos caminando y, al llegar a la Fuerzas Armadas, nos sentamos en las escaleras de la capilla del colegio Fray Luis de León, donde Antonio concluyó su arenga prometiendo que nos enseñaría el mundo gay “desde lo más bajo hasta lo más sublime”.

Así comenzamos a ver a Antonio casi a diario. Nos encontrábamos en el Ateneo y de allí pasábamos al bar del Rajatabla, caminábamos por Los Caobos o hacíamos las diferentes rutas por las que podía subirse hasta su casa. Cada vez, Antonio entreveraba temas de salud sexual con relatos sobre sus aventuras en los sitios por los que pasábamos, contándonos cómo había tirado en los jardines de Los Caobos, cómo se levantaba a lo largo de la avenida México, que a los borrachos de la Plaza Carabobo les gustaba mamar güevo, de sus amigos bomberos de la estación central de la Lecuna.

Estas caminatas culminaban muy tarde, muchas veces luego de la hora de cierre del Metro, por lo cual –después de acompañar a Antonio a casa- nos regresábamos caminando al Ateneo, atravesábamos Los Caobos y seguíamos hasta Plaza Venezuela, Los Estadios y Los Ilustres, donde nos separábamos y cada quien seguía rumbo a casa. …Sí, obviamente Caracas era otra en ese entonces…

Una de esas tardes Teresa no pudo acompañarnos (quizá ya estaba un poco aburrida del tema gay) y Antonio nos sentenció: “-Hoy comenzamos el tour, y comenzamos por lo más bajo: Hoy vamos a ‘La Crema”.

“La Crema”, era una especie de bar ubicado en una esquina de la avenida Lecuna, justo en frente del Teatro Nacional. Antonio lo describió como el sitio de ambiente más sórdido de la ciudad y nos advirtió, como si se tratase de la patrulla de un plan vacacional: “ustedes llegarán conmigo y saldrán conmigo, ni se quedarán allí ni se van a ir con nadie más, no se separen, si quieren pueden dar su nombre pero ningún otro dato personal …Seguro van a causar sensación, dos muchachitos como ustedes en La Crema, jajaja…”.

Llegamos como a las 10 de la noche. Efectivamente aquello era un local de muy mal aspecto, una cueva de luces rojas, mesas de pantry y sillas de semi cuero. Juan y yo esperábamos encontrar el sitio plagado de “Fruticas” pero lo cierto es que la mayoría de la gente no era precisamente loquitas… Aquello daba miedo de verdad, parecía el bar de La Guerra de las Galaxias con Jabba The Hutt incluido…

Esa visita fue terapia de choque pura y dura: no solo cualquiera podía ser gay, sino que un gay podía ser un cualquiera… Un mecánico (de braga, cara y manos engrasadas) comenzó a sonreírle a Juan desde la barra mientras se sobaba el bojote… Yo fui al baño a descargar las cervezas y un hombrecito calvo y de un insano color naranja se sacó el machete y comenzó a pajearse mientras me guiñaba el ojo… Pero el punto máximo de la velada fue cuando, en una escena realmente lírica (que luego reconocería en “Carmen”) la puerta roja de semi cuero capitoneado se abrió y dio entrada –entre gritos, vítores y aplausos- a un grupo de enanos.
-¡Llegaron los Enanos Toreros! Grito Antonio soltando una carcajada.
-¡¿Que queeeeé?! Riposté yo porque Juan estaba mudo.
-¿Cómo que los Enanos Toreros?
-Los Enanos Toreros, los que torean en El Nuevo Circo, ¿no sabes?
-Sí, he escuchado algo ¿pero qué hacen aquí? No me dirás que son “de ambiente”.
-¿Esos enanos? ¡¡Pero si son mariquísimos!!...

1 comentario:

Juanjo dijo...

Jajaja estuvo muy bueno este relato. Es como estar en Macondo.