Depravario
Memoirs of a pisapasito
martes, 1 de abril de 2008
Diez Cosas Terribles Sobre Mí
viernes, 15 de febrero de 2008
Sobre el Amor y el Enamoramiento
jueves, 10 de enero de 2008
Capítulos Finales: Verte y Después Morir Vol. III y Final.
Ese primer encuentro con Andrés –imprevisto, arriesgado y desenfrenado- fue uno de los polvos más maravillosos de toda mi vida. Era tanto el deseo, la sorpresa y la hermosura de su cuerpo que, habiendo bebido solo agua, las imágenes en mi memoria tienen el aura y el sopor propio de las drogas.
Ambos nos entregamos con frenesí y confianza, como amantes reencontrados luego de una separación impuesta. Fue magia, fue la esencia misma del placer.
Ninguno de los dos llevaba preservativos así que no hubo penetración y quizá por ello el encuentro fue tan dilatado y creativo. Luego de recorrernos exhaustivamente con todos los sentidos, Andrés me tumbó boca arriba y se arrodilló de espaldas sobre mi cara. Cruzó sus piernas de sándalo bajo mi nuca y descendió lentamente entreabriendo sus descomunales nalgas con ambas manos hasta casar aquél capullo palpitante con mi boca.
Lo que siguió a este acoplamiento es difícil de narrar, quizá pueda aproximar una imagen diciendo que nuestros cuerpos se trasmutaron pues la sensación, la huella de placer que recuerdo, no es la de haber lamido su culo, sino la de haberle penetrado, con todas mis fuerzas, en una boca hambrienta y traviesa. Nunca mi lengua ha encontrado manjar igual ni ha sido tratada con tanto mimo.
Nuestros orgasmos fueron simultáneos y poderosos, al menos el mío, que me trasladó por un segundo a un espacio fulgurante y vacío, cuyo silencio hería mis oídos. Andrés se derramó sobre mi torso y mi chorro fue a estrellarse contra su pecho.
La despedida fue tierna, quizá un poco triste, Andrés tomó mi teléfono y prometió llamar algún día.
Y de nuevo, contra todo pronóstico, llamó, no una vez, sino varias. Andrés se sentía culpable de traición con cada encuentro y juraba que no repetiríamos pero, de tiempo en tiempo, cada tres o cuatro meses para ser más preciso, el deseo lo sobrepasaba y me llamaba. Ese deseo era compulsivo y arrebatado, cuando Andrés llamaba –como solía decirle entre risas- parecía estar erecto y pretendía que yo apareciera frente a él al instante.
El destino fue nuestra gran Celestina: Resultó que trabajábamos a media cuadra el uno del otro y que él estaba terminando un postgrado en la misma universidad donde yo comenzaba uno, así que hubo encuentros loquísimos que no me atrevería a repetir, pero que mantenían ese efecto narcótico que tanto nos enganchaba.
Una tarde me llamó al salir de su oficina, yo estaba en la mía haciendo tiempo para luego ir a clases, así que, sin fuerzas para decir que no, terminé mamándosela en mi despacho, ambos de impecable traje, él recostado sobre el escritorio y yo en mi silla. Recuerdo que su eyaculación fue copiosa y unas cuantas gotas cayeron sobre mi corbata. Mi admiración por su belleza era tal, que así mismo me fui a clases, exhibiendo los sospechosos rastros con orgullo de condecorado.
Otro día lo conseguí por casualidad en el cafetín de la universidad. Ya me había advertido –ahora sí en serio- que nuestras imposturas no se repetirían, pues no podía con el remordimiento después de cada polvazo, pero terminamos echando uno en el carro, viendo pasar -no muy lejos- a estudiantes y vigilantes.
La calle, el estacionamiento de un centro comercial, cada encuentro accidentado y sin plan alguno era conquistar otra fantasía o algún fetiche.
Sin embargo, el leitmotiv de nuestra extraña relación era esa mala costumbre suya de llamarme en los momentos menos esperados proponiendo citas para ‘ya’, no para mañana, o para esa tarde, ni dentro de dos horas sino ‘ahora mismo, ¡vente ya!’.
Así, durante años, me perdí a mitad de reuniones de trabajo, almuerzos, fines de semana familiares, o llegando a casa -después de horas de cola- debía devolverme atosigado por sus llamadas:
“-Por dónde vienes, ya estoy aquí…”.
El sexo siempre fue maravilloso, inenarrable, solo con él y mi pareja he podido ir directo de la calle a la cama sin pasar por una ducha o un mínimo acicalamiento. Su cuerpo, su piel, el aroma de su entrepierna y, sobre todo, su culo eran mi segundo hogar, mi casa de verano. Luego de comernos como animales, Andrés me hacía abrazarlo, generalmente de espaldas, y así, encajado en mi cuerpo, se dejaba acariciar como un cachorro, siempre en silencio. Solo una vez abrió la boca y fue para musitar entre suspiros un puñal envenenado:
“-Ojalá te hubiese conocido antes...”.
Si hasta ese momento había mantenido mi Yo ‘romántico’ a raya y vivía la relación con perfecta asepsia racional, aquella frase me volvió re-mierda y me atormentó por meses.
Luego de esa imprudente confesión, Andrés –también enrollado- se perdió y no volvió a aparecer sino hasta un año después. La historia se repitió: una invitación a tomar un café, solo para conversar, y terminamos en un hotel…
La relación con Andrés cumplirá pronto diez años. Él dice que soy su único y mejor amigo, y es que, además del sexo (maravilloso, divino), he fungido como compadre para escuchar sus penas maritales, fui el hermano que consoló la supuesta infertilidad de su esposa, delinquí y pequé al hacerme cómplice del aborto provocado a una amante a la que dejó preñada y, finalmente, soy el amigo con quien celebró, por fin, el nacimiento de sus dos hijos…
Con el tiempo, Andrés se fue curando de la culpa que, como crisis alérgicas, lo atacaba luego de cada encuentro. Con los años, también fue perdiendo ese brillo y tersura propios de la juventud: ha engordado, ha perdido algo de cabello, pero sigue siendo hermoso. En su perfección, su cuerpo tiene la virtud de alojar los kilos donde mejor le quedan: en las nalgas, el pecho, las piernas. Así, mientras yo tengo una panza huérfana de gracia, él es una mole de carnes duras y deseables…
También he aprendido a decir NO, y es que no podía seguir, cual Cenicienta, dejando el reguero tras la carrera cada vez que Andrés decidía aparecer. Así que los encuentros no siempre se concretan, pero siguen siendo cíclicos e, inclusive, nuestros cuerpos llevan la cuenta como relojes gemelos: cuando llega ‘el momento’, en mí se desata una añoranza física, un desasosiego, comienzo a recordar su sonrisa, su cara, su cuerpo desnudo acunado entre mis brazos y en ese justo instante miro al teléfono que no tarda en repicar:
“-Qué estás haciendo, por qué no te vienes y nos tomamos un café”.
sábado, 5 de enero de 2008
Capítulos Finales
Así que comencemos con la historia del sinvergüenza de Peralta, ¿La recuerdan? Peralta era aquél vigilante de la actual Torre FONDAFA, en el ‘Circuito’ de La Hoyada, que se había ofrecido en la acera como el más descarado de los putos y que resultó ser un caballero de modales impecables, pene diminuto y bolas hermosotas y rubísimas….
Los Muchachos de Peralta y el Jardín de las Hespérides, Vol. IV y Final.
…/…
¿Recuerdan que, luego de gozar lo que se pudo con sus pelotas y al devolverlo a su trabajo, Peralta ofreció conseguirme a otro candidato con mejor dotación entre el grupo de vigilantes que cumplían guardia con él?
Pues bien, me aparqué a varios metros de la entrada del edificio. Los compañeros de Peralta lo esperaban en la puerta conversando y fumando, él se acercó y lo recibieron con risas y gestos de broma. Peralta les habló y en pocos instantes venía de vuelta acompañado por un muchacho delgado y alto que –desde lejos y bajo la poca luz disponible- se veía muy bien.
Llegaron a mi lado y Peralta me dijo desde la ventana, con su sonrisa bonachona: “-Este es”. El muchacho se montó en el carro, efectivamente era bastante guapo: blanco, de ojos y cabellos negros, delgado pero con músculos fuertes y definidos. Eso sí, a diferencia del ‘experto’ de Peralta, este muchacho estaba nerviosísimo, su hablar era entrecortado (aunque correcto) y exhibía esa sonrisa boba que, más que un gesto de gracia, es un indefenso enseñar de dientes.
Mientras conducía al sector de las ‘calles seguras’ traté de calmarlo un poco preguntándole sobre el trabajo, bromeando sobre lo sacrificado que era ‘matar estos tigres’ para completar la quincena y preguntándole si tenía novia, a lo cual –por supuesto- respondió que sí ya que él hacía ‘esto’ sólo por necesidad… Entre tanto, yo iba sobando su bragueta y sacando su camisa del pantalón. No estaba excitado, así que no podía comprobar si Peralta había cumplido con las especificaciones del pedido: “el que lo tenga más grande de todos”… Sin embargo, la parte de su vientre que quedó expuesta al entreabrir su camisa era muy atractiva: un estómago plano, de abdominales delineados y con un caminito de vellos negros que salían del pantalón y se perdían rumbo al pecho.
Llegamos a la ‘calle-guarida’ y sin más demora le abrí el pantalón. La primera imagen me chocó pues me encontré con unos interiores ‘tapa amarilla’ de esos que venden de a cinco por paquete, estampados con arabescos en colores sospechosos y que siempre son de una talla menor a la que dicen pertenecer… No es que me esperase unos Dolce & Gabana sino que unos calzoncillos estampados de preadolescente no me cuadraban para nada con la imagen de un guardia ‘coge marico’.
Salvado el escollo de los interiores, he de reconocer que Peralta se había consagrado como el más confiable y eficaz de los alcahuetes: el muchacho, de 23 años de edad, tenía una verga de buen tamaño, gruesa, venosa, de cabeza grande y de aseo impecable. Su vientre y pecho también eran estupendos, realmente era un chico por encima del promedio. Sin embargo, a diferencia del audaz Peralta que administraba magistralmente un encanto inexistente, este muchacho lucía inseguro e incómodo.
Con mi mamada, su verga tomó un tamaño importante, sin embargo de tanto en tanto se le bajaba, él pedía disculpas y lamentaba no tener a mano alguna revista con mujeres para ayudarse en la faena…
Aquello me pareció alucinante, por grotesco y absurdo, pero realmente lo disfruté. Ninguno de los dos acabó, así que regresé al carajo al edificio, le di el dinero y le pregunté si no habría otro más que quisiera ‘darse una vueltica’….
Claro que hubo, está vez fue el supervisor del grupo, un moreno con cara de vicioso, paloma común y algo engreído. Igual me lo despaché con una buena mamada que disfrutó sin culpa ni falsos halagos. Este me advirtió que el resto de los vigilantes no solo estaban dispuestos a dar el paseíllo, sino que esperaban ansiosos por su turno.
Creo que él sí acabó, yo decidí reservarme para alguno de los siguientes esperando que fuese un mejor ejemplar.
El hombre que siguió era algo mayor, de treinta y tantos. No era tan hermoso como el segundo (el ‘nerviosito’), pero su oferta era ‘correcta’ por decirlo de algún modo. Al igual que los anteriores –incluido Peralta- mostraba una entrepierna impecable, luego supe que se aseaban con especial cuidado al comenzar la guardia para estar ‘siempre listos’ como los boy scouts.
Este último ‘pasajero’ fue el más participativo. Por gusto o experiencia, se movía con cierto arte y sujetaba mi cabeza mientras movía su peluda verga en mi boca. …Acabé casi sin tocarme, con fuertes espasmos y borbotones de leche que empaparon mis pantalones. Él sonrió complacido y se compuso la ropa con rapidez. Al devolverlo, Peralta salió a la acera dando brinquitos como un duende:
-Te falta el último, el chamo está de los más emocionado porque es su primera vez.
-Coño Peralta, creo que ya estuvo bueno por hoy. Toma esto para ti y dale esto al chamito, dile que para la próxima…
-Si va, pero y cómo ¿hacemos?
-Bueno, supongo que siempre están aquí, ¿no?
-No chamo, nosotros rotamos.
-¿No tienes un teléfono dónde llamarte?
-No mi pana, los teléfonos de aquí están pinchaos y nos da paja usarlos para eso.
-Bueno, ¿anotas el mío y me llamas tú?
-Sí va. Pero ¿te vas a acordar de mí?
-Claro panita: ¡Peralta, el bolúo!
-jajaja, así es panita, ese mismo…
Los vigilantes de FONDAFA resultaron ser el mejor servicio de ‘chicos de compañía’ que haya conocido. Casi siempre a mitad de quincena, el ‘Madamo’ Peralta me llamaba al celular y con cálida cordialidad me preguntaba que ‘cuándo pasaba por allá, que si podía esa noche’. Los días en que la necesidad de ellos coincidía con la mía me acercaba al edificio y el buen Peralta me despachaba el pedido adelantado por teléfono, generalmente el ‘nerviosito’ quien, con una porno hetero en pantalla, prodigaba unas penetraciones homosexuales memorables… O sorprendía con algún nuevo espécimen añadido al grupo por algún cambio en el personal.
Curiosamente y aunque insistí en ello con varios candidatos, nunca aceptaron hacer un trío, al parecer les daba vergüenza ser vistos en acción por sus compañeros. Sin embargo todos, de algún modo u otro y más temprano que tarde, terminaban preguntando si sus machetes eran mejores que el de sus compañeros o si ‘lo hacían’ mejor que los demás, a lo que siempre respondía un ‘sí’ aderezado con halagos…
Tiempo después dejé de recibir las llamadas de Peralta. Una noche de ocio y calentura, me acerqué al mentado edificio y, aunque el grupo de vigilantes seguía revoloteando en la puerta de entrada, quien se acercó esa noche no fue Peralta sino un desconocido:
-Buenas noches, qué desea.
-Buenas noches. Amigo, ¿Peralta estará por allí?
-No, Peralta ya no trabaja aquí, lo cambiaron. ¿Para qué lo querías?
-No, es que yo lo conozco y a veces pasaba a pedirle un cigarro …¿Tú tendrás un cigarrillo?
-No pana, yo no fumo.
-Ah …okey, gracias.
-¿Tu no serás ‘fulanito’?
-Sí, soy yo, ¿por qué?
-Peralta nos habló de ti chamo, por acá estamos ‘a la orden’.
-…Muchas gracias. Buenas noches.
Nunca más regresé.
lunes, 17 de diciembre de 2007
El Amor es como Mierda en Chancleta...
El dicho me parecía gracioso pero extraño, no entendía como lo sublime del amor podía igualarse tan llanamente con una chancleta embarrada en mierda… Pero este fin de semana lo supe todo y, una vez más, confirme la infinita sabiduría del refranero popular:
Un profesor del postgrado se antojó de evaluarnos a través de un trabajo en equipo. Al menos desde mi experiencia, en un postgrado la palabra compañerismo se limita a compartir –porque no queda otra- un salón de clases. A lo sumo, uno coincide en varias de las materias con la misma gente y surge cierta relación de “conocidos” pero no más. Por eso, cuando un profesor se encapricha con asignar trabajos en equipo la cosa tiene visos de tragedia, no solo porque cada quien tiene ya bastantes ocupaciones en su vida como para tener que sacar tiempo para reuniones e intercambios, sino porque, además, generalmente la cosa deriva en una desagradable lucha de egos hipertrofiados…
Pues bien, teníamos que trabajar en equipo y, con muy poca emoción y mucha resignación, me junté con dos compañeros con los que he visto varias materias y una muchacha conocida por ellos.
Estos compañeros siempre me han parecido gays, pero eso no es nada extraordinario pues al menos el 80% de los hombres del postgrado lo son. Uno de ellos –al que realmente conozco mejor y llamaré Carlos- es un hombre de cincuenta y tantos años, muy inteligente y algo presumido; el otro es un muchacho de algo más de treinta, no tan brillante pero sí muy dedicado. Por su parte, la muchacha –amiga de este último- es una jovencita de veintipocos sifrinísima y –contrario a lo que esperaba- muy simpática.
Consecuente con su apariencia controladora y obsesiva, Carlos fijó como punto de reunión su casa, sacaríamos todo el trabajo este fin de semana…
Ayer sábado debíamos reunirnos a las 10 de la mañana pero, como es común en Caracas, la dirección de Carlos era tan enrevesada que terminé llegando a las 11. El otro muchacho ya estaba allí cuando llamé a eso de las 10 y 10 para pedir referencias. Una vez en la casa, la muchacha llamó también para pedir auxilio pues estaba perdidísima, Carlos y el muchacho empezaron a comentar sobre el sitio donde estaba y las calles que debía tomar para llegar a la casa, lo que me hizo pensar que el muchacho vivía por la zona: “-Ah, ¿pero tu vives por aquí?” “-Sí, yo vivo cerca.” Me respondió.
Carlos debió salir a rescatar a la perdida y a los pocos minutos llamó al muchacho al celular para avisar que yo había dejado las luces de mi carro encendidas, yo sólo escuche al joven decir: “-¿Pero con qué llave bajamos… Ah, ok.”. Luego me explicó lo de las luces y se dirigió a un mueble del que sacó un juego de llaves en las que ubicó al primer intento las llaves de la puerta y de la reja…
Yo, todavía despistado, le comenté: “-Muchacho, pero qué suerte, las pegaste a la primera”.
Llegó Carlos con la sifrina y comenzamos a trabajar… Luego empezaron a sucedes cosas realmente extrañas, como que el muchacho pedía permiso para usar o tomar algunas cosas pero en otros casos se movía por la casa con entera comodidad…
El asunto se puso interesante cuando el muchacho se ofreció a ayudar haciendo el café luego del almuerzo y resultó conocer perfectamente el sitio donde estaba guardado cada utensilio e ingrediente necesario…
Así siguió aquel parapeto de excusas y permisos mezclados con muestras descuidadas de confianza y dominio hasta que –ya en la tarde- la muchacha dijo tener mucho frio y Carlos fue a buscar varias chaquetas y suéteres. Luego de que ella escogió su prenda Carlos le ofreció los abrigos restantes al muchacho con estas palabras: “-Y tu mi amor… …no tienes frío?” Ese “amor”, comenzó con una ‘A’ decidida y rotunda pero luego de la ‘O’ se fue apagando hasta prácticamente callar la ‘R’… Hubo algunos milisegundos de silencio gélido, e inmediatamente Carlos cambió de tema con naturalidad.
Así continuamos trabajando ayer y hoy. El muchacho hacía de vez en cuando comentarios propios de un invitado y más de una vez Carlos perdía pista y le respondía con ese tonito de “pero si tu sabes bien dónde está”, otras tantas veces al muchacho lo sobrepasaban sus buenos modales y tenía reacciones propias de un anfitrión, que luego trataba de disimular.
Era obvio que no podían controlar el instinto de comportarse como una pareja. También era obvio el amor en sus miradas cuando uno escuchaba los razonamientos o explicaciones del otro…
Ayer y hoy se inventaron excusas para justificar el porqué el muchacho se quedaba en casa de Carlos y no partía junto con nosotros…
Todo esto me produjo una gran ternura, parecían un par de niños tratando de ocultar una travesura que tenían escrita en la frente.
No dudo que ellos sospechen –o más bien, sepan- que yo también soy gay, así que espero que hayan entendido la alegría y la solidaridad que traté de transmitirles, desde el silencio, con mi mirada…
Y, definitivamente, es cierto: “el amor es como la mierda en chancleta”, es imposible de ocultar…
jueves, 13 de diciembre de 2007
jueves, 6 de diciembre de 2007
Esperando a Caronte
La visita guiada a ‘La Crema’ y el resto de la “inducción a la mariquera” impartida por Antonio fue determinante en mi visión y mi actitud frente a la sexualidad.
Si aún hoy, saber que una persona conocida está infectada de HIV provoca cierta aprensión, a finales de los 80 las reacciones eran de pánico y rechazo explicito. La mayoría de los portadores desarrollaban algún síntoma o vivían una rutina cíclica de enfermedad-mejoría-enfermedad, pues los medicamentos no eran ni la mitad de efectivos que los actuales. Un enfermo de SIDA era un paria viviendo tiempo extra.
Según recuerdo, Antonio no trabajaba, decía escribir un libro cuyo sugestivo título sería “Esperando a Caronte” y generalmente lo acompañaba ‘Vanessa’ una muchacha loquísima que también estaba infectada y de quien Antonio decía que era “un marico con cuchara” a lo que Vanessa respondía que eso era cierto, pero que él, a su vez, era “una puta con güevo”.
Antonio sufría de una infección pulmonar que de tanto en tanto lo mandaba al Hospital Clínico Universitario, mientras que Vanessa tenía instalado un hongo en el dedo pulgar de una mano que cada día se veía peor.
Si Antonio y Vanessa ofrecían la experiencia y el desenfado de quienes regresan perdidos (o victoriosos según se vea) del infierno, nosotros nos encontrábamos en el otro extremo de la anormalidad: más que “niños buenos” éramos una selección de inexpertos, sobreprotegidos y, sobre todo, peligrosamente ingenuos.
La relación con Antonio duró poco, pero en esas semanas se comprimieron años de experiencia y conocimiento. Antonio (más que Vanessa) nos adoptó y se ocupó de nuestra educación sobre sexo y homosexualidad, mientras que nosotros (más Juan que yo) nos ocupábamos de sus carencias emocionales y materiales. Así, mientras Antonio nos llevaba al Cine Urdaneta, al Callejón de la Puñalada, a los diferentes circuitos de Caracas y al Ice Palace, nosotros le procurábamos comida, un poco (muy poco) de dinero y mucho afecto.
De hecho, a la semana de vernos con él a diario, alguno de nosotros confesó que estaba preocupado porque comenzaba a sentirse “enamorado” de Antonio y resultó que todos estábamos en lo mismo: Teresa, Juan y yo sentíamos una mezcla de ternura, lástima, cariño y deseo que confundíamos (¿o eso es en realidad?) con amor. Por ese enamoramiento hubo episodios de celos y recelo. La primera en deponer el interés fue Teresa quien nada tenía que buscar con el muy homosexual Antonio, así que dejó de asistir a los encuentros. Luego yo mismo preferí ceder ante Juan que decía sentir un “gran y verdadero amor” que –según afirmaba- era correspondido por Antonio cuando se veían a solas.
Todo terminó a causa de un gran peo que podría resumirse así: 1º Antonio me dice que Juan lo tiene asfixiado al insistir en una relación que él no quiere pues Juan no le gusta para nada; 2º En medio de una crisis de amor no correspondido, yo le digo al desesperado Juan que se deje de pendejadas porque Antonio no lo quiere y solo desea amistad, y 3º Herido en su orgullo, Juan me manda a lavar ese culo y a beberme el agua resultante por envidioso y mentiroso pues Antonio le ha declarado su amor varias veces y el único problema es que aquél no quería exponerlo al contagio…
Nunca más volvería a ver a Antonio. Tampoco lo volvería a ver Juan, con quien me reconcilié medio año después. Para ese momento ya no era virgen y me movía por el “ambiente” como pez en el agua, siempre a la caza de experiencias nuevas y, preferiblemente, proscritas. El gusto estaba (y está) en conocer que tales cosas existían y en vivirlas lo más cerca posible, siempre como testigo, siempre de visita, probando sólo cuando el riesgo era mínimo y estaba controlado.
Ese sería el legado del querido Antonio: el poder que da saber que se pueden vivir las experiencias más atroces o sublimes sin involucrarse, siendo sólo un testigo y plenamente consciente de las consecuencias que tiene el dejar de ser solo eso.
(Con cariño para Antonio, quien seguramente se habrá encontrado con Caronte hace más de una década y debe vivir feliz en el Hades, envidiado por ingenuos que partieron sin disfrutar de la vida).
sábado, 1 de diciembre de 2007
Del Día Internacional de la Lucha Contra el SIDA y los Enanos Toreros o de cómo todos podemos ser gays...
Después de casi una hora de susto en el pecho, de risas nerviosas y con la garganta hecha una crineja, sentados en un pasillo de CCCT, le había confesado a Juan, mi mejor amigo (compañero del bachillerato y de la universidad), que era gay.
Recuerdo que me desilusionó la poca o, mejor dicho, ninguna sorpresa con que Juan tomó la noticia y, así mismo, la diminuta proporción que tomó mi “drama humano” cuando, acto seguido a mi confesión, Juan me soltó que él –hijo de gallegos y parecido al papá de Manolito- no era gay, sino “una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre”…
Dos o tres días después de eso, le conté “mi secreto” a Teresa, compañera del primer año de la carrera y desde entonces mejor amiga. Ella también se lo tomó con la mayor naturalidad.
Los tres formábamos un grupo bastante particular, algo así como un club de frikis altamente desadaptados. Cada quien hacía su vida académica por separado en diferentes secciones pero antes de clases y al finalizar, nos reuníamos en un banco de la plaza central y allí nos dedicábamos a joder y reír como unos niñatos…
Después del intercambio de confidencias (Juan le contó a Teresa y ella nos confesó a ambos que una vez graduada se quería hacer monja), nos unimos aún más y comenzamos a frecuentar el Ateneo de Caracas y el área de los museos, por cuyos pisos y terrazas vegetábamos viendo pasar a los personajes más pintorescos. Nosotros mismos nos mimetizamos en una especie de “hippies-punketos-pregóticos-nerds-gallos-come flores”, nos perforamos las orejas en los jardines del Teresa Carreño y hacíamos la siesta en la columnata del Museo de Arte Nacional…
En eso estábamos cuando Teresa anunció un evento que sería decisivo en nuestras vidas: “-El primero de enero es el día internacional del SIDA y Fundavalor dará una conferencia en el Ateneo.” Demás está decir que en ese entonces los tres éramos vírgenes y estábamos recagados de miedo con el tema del SIDA, así que fuimos.
Nada más llegar, saliendo del ascensor y sin ver aún a nadie, nos quedamos pasmados al escuchar los chillidos destemplados de una loca que clamaba: “¡Pasen, pasen que esto va a comenzar!”. Era un muchacho flaquito y súper amanerado que fungía como chica de protocolo/productora ejecutiva…
No recuerdo bien que temas se trataron en la conferencia, sólo que se anunció que habría el testimonio de una persona infectada. Los tres intercambiamos miradas y nos dijimos: “Ese tiene que ser ‘Frutica”, nombre con el cual quedaría bautizado el muchacho de la puerta.
Finalizadas las ponencias, hicieron la presentación del “testimoniante”, un joven de veintitantos años, infectado con el VIH, bla, bla, bla: el señor Antonio Santaella… Pero el muchacho que se acercó al pódium no fue “Frutica” sino un tipo muy bien plantado, delgado pero fibroso, alto, no bonito pero sí muy atractivo y con una voz profunda y serísima.
Tampoco recuerdo de qué nos habló, supongo que de su experiencia personal, el hecho es que nosotros tres, “vírgenes-hippies-gallos-pregóticos de biblioteca” estábamos fascinados ante la presencia de aquél ser.
Concluido el acto, Frutica esperaba a las puertas del salón para invitar a los presentes a un “refrigerio”. Nos quedamos al ágape, más que todo por seguir contemplando desde lejos a aquél hombre misterioso e interesante que permanecía solo en una esquina de la terraza.
-Voy a hablar con él. Les dije.
-¡Qué!, ¿Tu estás loco?- Me respondieron al unísono -¿Qué le vas a decir?
-Pues que soy homosexual y tengo pánico a contagiarme, eso.
-No, no vayas, qué bolas tienes tu.
Pero, a pesar de mi furibunda cobardía, emprendí la marcha y lo abordé.
Tampoco recuerdo qué le dije al principio, creo que exactamente lo mismo que apunté arriba: “Hola, ¿cómo estás? Quisiera hablar contigo porque soy homosexual y tengo mucho miedo de contagiarme con el SIDA…”.
Antonio fue muy amable y se puso a charlar conmigo. Juan y Teresa se quedaron petrificados y luego se fueron acercando como esas ardillas miedosas que llegan a comer de una mano luego de que alguna más astuta o tonta ha dado el primer paso.
La cosa se animó y nos quedamos hasta el final, de hecho, hasta que Antonio decidió que era hora de irnos porque “Frutica” estaba muy necia. Nos pidió que lo acompañáramos a su casa: un cuarto alquilado en una pensión de Santa Rosalía. Ninguno de nosotros tenía carro, de hecho nuestro capital consistía en una buena ración de tickets estudiantiles del Metro, así que nos fuimos caminando y, al llegar a la Fuerzas Armadas, nos sentamos en las escaleras de la capilla del colegio Fray Luis de León, donde Antonio concluyó su arenga prometiendo que nos enseñaría el mundo gay “desde lo más bajo hasta lo más sublime”.
Así comenzamos a ver a Antonio casi a diario. Nos encontrábamos en el Ateneo y de allí pasábamos al bar del Rajatabla, caminábamos por Los Caobos o hacíamos las diferentes rutas por las que podía subirse hasta su casa. Cada vez, Antonio entreveraba temas de salud sexual con relatos sobre sus aventuras en los sitios por los que pasábamos, contándonos cómo había tirado en los jardines de Los Caobos, cómo se levantaba a lo largo de la avenida México, que a los borrachos de la Plaza Carabobo les gustaba mamar güevo, de sus amigos bomberos de la estación central de la Lecuna.
Estas caminatas culminaban muy tarde, muchas veces luego de la hora de cierre del Metro, por lo cual –después de acompañar a Antonio a casa- nos regresábamos caminando al Ateneo, atravesábamos Los Caobos y seguíamos hasta Plaza Venezuela, Los Estadios y Los Ilustres, donde nos separábamos y cada quien seguía rumbo a casa. …Sí, obviamente Caracas era otra en ese entonces…
Una de esas tardes Teresa no pudo acompañarnos (quizá ya estaba un poco aburrida del tema gay) y Antonio nos sentenció: “-Hoy comenzamos el tour, y comenzamos por lo más bajo: Hoy vamos a ‘La Crema”.
“La Crema”, era una especie de bar ubicado en una esquina de la avenida Lecuna, justo en frente del Teatro Nacional. Antonio lo describió como el sitio de ambiente más sórdido de la ciudad y nos advirtió, como si se tratase de la patrulla de un plan vacacional: “ustedes llegarán conmigo y saldrán conmigo, ni se quedarán allí ni se van a ir con nadie más, no se separen, si quieren pueden dar su nombre pero ningún otro dato personal …Seguro van a causar sensación, dos muchachitos como ustedes en La Crema, jajaja…”.
Llegamos como a las 10 de la noche. Efectivamente aquello era un local de muy mal aspecto, una cueva de luces rojas, mesas de pantry y sillas de semi cuero. Juan y yo esperábamos encontrar el sitio plagado de “Fruticas” pero lo cierto es que la mayoría de la gente no era precisamente loquitas… Aquello daba miedo de verdad, parecía el bar de La Guerra de las Galaxias con Jabba The Hutt incluido…
Esa visita fue terapia de choque pura y dura: no solo cualquiera podía ser gay, sino que un gay podía ser un cualquiera… Un mecánico (de braga, cara y manos engrasadas) comenzó a sonreírle a Juan desde la barra mientras se sobaba el bojote… Yo fui al baño a descargar las cervezas y un hombrecito calvo y de un insano color naranja se sacó el machete y comenzó a pajearse mientras me guiñaba el ojo… Pero el punto máximo de la velada fue cuando, en una escena realmente lírica (que luego reconocería en “Carmen”) la puerta roja de semi cuero capitoneado se abrió y dio entrada –entre gritos, vítores y aplausos- a un grupo de enanos.
-¡Llegaron los Enanos Toreros! Grito Antonio soltando una carcajada.
-¡¿Que queeeeé?! Riposté yo porque Juan estaba mudo.
-¿Cómo que los Enanos Toreros?
-Los Enanos Toreros, los que torean en El Nuevo Circo, ¿no sabes?
-Sí, he escuchado algo ¿pero qué hacen aquí? No me dirás que son “de ambiente”.
-¿Esos enanos? ¡¡Pero si son mariquísimos!!...
miércoles, 14 de noviembre de 2007
San Sebastián del Orgasmo Seco
Pero un buen día dejó a su tierna, se volvió el más compinche de mis compinches y poco tiempo después, entre lágrimas, me contaría que sentía algo muy especial por el hijo adolescente de su conserje, aquel sentimiento era tan fuerte que lo llevaba a pararse a las 5 de la mañana para ayudar al muchachito a sacar la basura del edificio… Así, a sus 25 años, mi mejor amigo ‘straigh’ devino en loca asalta cuna y de aspiraciones rastreras.
Aunque lo acompañé y le apoyé fielmente durante su crossover, nunca me creí del todo que tan desaforada pasión homo-pedófila hubiese surgido así no más, de la nada.
Claro, seguramente no me lo termino de creer (en su caso y en todos los similares) porque yo siempre tuve clarísimo mi gusto por los hombres. Tan natural era aquel sentimiento que el verdadero trauma llegó cuando comprendí que aquello que me había acompañado desde siempre era para los demás una aberración vergonzante y antinatural, supongo que algo similar sentirían Adán y Eva al reconocerse por primera vez desnudos luego del pecado original.
Preclaro desde siempre, con ocho o nueve años, la pornografía era un tema absolutamente desconocido para mi, quizá habría visto ya alguna revista de mujeres desnudas en el colegio y por esa época, o poco después, conseguiría una única revista que pertenecía a mi padre y que, obviamente, solo mostraba mujeres. Pero imágenes de hombres desnudos no llegarían a mis manos sino mucho tiempo después. Así que mis primeras pornográficas con las que mataba mi curiosidad y algunos años más tarde asistiría mis masturbaciones secas, fueron los libros de arte de la biblioteca familiar. Entre ellos había uno especialmente bueno, uno hermosamente empastado en cuero azul que compilaba centenares de fotos en blanco y negro.
Aunque las fotos eran pequeñas, ofrecían un paraíso de hombres desnudos: dioses griegos, emperadores romanos, santos martirizados…
De aquellas imágenes, dos eran definitivas, la escultura de Laocoonte y sus hijos: no sabía bien qué podría hacerse con un cuerpo como el de aquel hombre, pero de que algo bueno podía inventarse estaba segurísimo, y las pinturas de San Sebastián: yo no era consciente de mi propia homosexualidad pero de que San Sebastián era, ¡era!
¿O no lo creen así?
P.S. (12-01-08): Lo que sigue, es una pequñísima muestra de la iconografía de San Sebastián, pero la compilación más exaustiva que conozco (¡de meter miedo!...) está en este vínculo: http://bode.diee.unica.it/~giua/SEBASTIAN/ el cual es un dato que me regaló hoy Alex Macías, quien amorosamente lleva el blog 'Opera Scherzo', una rara joya que es necesario visitar...
jueves, 8 de noviembre de 2007
Verte y Después Morir, Vol. II
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Y sí, era casado. Aquella foto no podía significar otra cosa. Mientras él buscaba los papeles en el cuarto, yo sopesaba un puñado de opciones: “-Quizá esté divorciado, estoy seguro de que no lleva alianza en la mano; pero si está divorciado, qué sentido tiene conservar esa foto allí, tiene que estar casado. Coño, pero si está casado ¿cómo me va a traer a su casa? Este carajo o está loco o efectivamente quiere ayuda con su trabajo y nada más…”.
Más confundido quedé cuando Andrés llegó vistiendo bóxers, una franela roída que dejaba ver pedazos de su torso y sandalias de cuero. Me entregó una constitución y se sentó en una de las butacas, mesa de por medio. Al dilema de su estado civil se sumó otro: no sabía si molestarme ante la negada oportunidad de desvestirlo yo mismo (cosa con la que venía fantaseando todo el camino) o agradecerle que me dejara verlo de nuevo casi desnudo.
-Andrés, por las fotos veo que eres casado, ¿No? Le comenté fingiendo desinterés.
-Sí. Respondió sin agregar nada más.
Mientras hablábamos de la nueva constitución, Andrés –maestro de la seducción- se descalzaba y subía una y otra pierna a la butaca, cruzaba un brazo tras su cabeza… Algo estaba clarísimo: él era el dueño de la situación y la manejaba a su antojo. Luego de tentarme con la visión de sus muslos, sus pies, sus axilas, me ofreció (¿o le pedí?) un vaso de agua y al regresar de la cocina se sentó a mi lado, siempre conversando con descarada normalidad, como si existiese un buen grado de confianza entre nosotros.
Era obvio que Andrés no estaba prestando ninguna atención a los temas que supuestamente revisábamos y se divertía a mares haciéndome penar de deseo. Cuando tuvo suficiente de eso se acercó absolutamente confiado y me besó…
Antes de él, solo había sido besado por mi primera pareja. Por supuesto que entre ambos eventos habían transcurrido muchos besos, pero en ellos generalmente era yo quien besaba marcando el cómo y el cuánto o ambos luchábamos por dominar la boca del otro. Ser besado, es distinto.
Era Andrés quien me besaba y eso quedó claro cuando pasó su mano tras mi cabeza inmovilizándola. Su lengua era ágil y sus dientes especialmente afilados, llegué a temer que –si apretaba un poco más- tajaría mis labios si problema.
-Ven, vamos al cuarto.
-¿Y tu esposa Andrés?
-Hoy se queda en casa de su mamá.
-Pero, y si decide venir ni siquiera la has llamado, ¿por qué no la llamas?
-Ven, Vamos al cuarto.
Fuimos a su cuarto, al cuarto que compartía con su esposa. Seguramente lo adecuado hubiese sido sentir temor, culpa o al menos respecto por aquél lecho ajeno pero no fue así, no me importó para nada y es que por acostarme con él me hubiese echado sobre el altar mayor de una catedral.
De pie junto a la cama, tomó la franela para sacársela, pero lo detuve a tiempo: “-No, por favor déjame a mi”. A partir de ese momento Andrés entregó el mando y se abandonó a mi ávido hacer.
Lo tomé por la cintura, ambas palmas a sus costados, y poco a poco fui subiendo su franela mientras acariciaba su torso. Su piel era suave, firme y tibia. Con su pecho ya descubierto, lo abracé y hundí mi nariz en su cuello.
Aunque ello no hable muy bien de mí, he de confesar que soy muy genital: una vez en la cama –y sobre todo si se trata de un encuentro casual- no tengo paciencia para los prolegómenos, voy directo a alguna forma de contacto. Puede que luego acceda a juegos, caricias o pausas, pero primero debo adelantar algo concreto.
Con Andrés fue diferente y de ello tomaría conciencia mucho después. Instintivamente, a Andrés lo disfruté con todos los sentidos. Cierro los ojos y puedo recordar y casi recrear el aroma, el sabor y la textura de cada resquicio de su cuerpo; el galope de su corazón, el tono y matiz de cada gemido, cada queja, cada ruego suyo.
Tendido ya en la cama, barrí con nariz y boca sus brazos, su cuello y su pecho. Al llegar a sus pezones me sentí como quien conquista una cumbre, recordarán que al verlo entrar a la sala húmeda me sorprendió el color y tamaño de sus tetillas, rosadas y redondas como pétalos de una flor. Las besé, las mordí y esa noche entendí la fijación del macho común por las tetas femeninas.
Seguí bajando por su torso con boca, nariz y manos. Al llegar a sus bóxers me incorporé un poco y me dispuse a tomar la segunda cumbre. Pasé las manos tras su cintura y hacia sus nalgas bajando los pantaloncillos desde atrás con la intención de mantener su verga cubierta hasta el último instante. Andrés levantó las piernas y apuró la salida de la prenda. Tumbado sobre él, pude ver su pene con todo detalle: era grueso, mucho más ancho en la base sin que por ello la punta dejara de ser gruesa también. Al rodearlo con la mano mis dedos no se encontraron, cosa rara pues mis manos son grandes, así que tal desproporción me hizo tragar grueso.
Tiré de la piel descubriendo su cabeza que no era rosada como sus pezones sino de un rojo vivo. Su glande era redondo, carnoso y ancho rematado por un orificio más bien pequeño y sin labiecillos. Si todo el cuerpo de Andrés vestía una piel de tersura infantil, la cabeza de su verga mostraba las marcas de una vida mundana: marcas ásperas y oscuras, recuerdo de múltiples batallas.
Otra particularidad de aquél miembro maravilloso era que todo el borde de su cabeza estaba coronado con dos filas de minúsculos dientecitos blancos y triangulares que evocaban la boca de un tiburón. Llegué a temer que se tratase de alguna clase de lesión, luego supe que eran las mismas glándulas (o pápulas perladas) que muchos tenemos y que en él, como parecía ser la norma, eran hipertrofiadas.
Sus bolas eran pequeñas, más pequeñas que el promedio, pero en nada deslucían el esplendor del conjunto. Al menos sus bolas cabían completas en mi boca, cosa que nunca sucedió con su verga.
Luego de atender su pene recogiendo y catalogando cada aroma y cada sabor, me detuve un rato en su periné y tomé aliento para remontar la tercera y última cumbre, una a la que temía no me dejaría llegar.
Escribiendo esto acabo de caer en cuenta de que con Andrés nada fue como yo lo esperaba: me prestó atención cuando lo lógico era que me ignorará, resultó casado cuando su imagen era la del típico yupi homosexual, me entregó el mando cuando juraba que iría directo a por mi culo… Y lo mismo ocurrió cuando rocé el suyo con mi lengua, de un solo golpe se giró y quedó boca abajo dejando ante mis ojos el mejor culo jamás visto. Después me enteraría de su propia boca que no le gustaba su culo, que le parecía vulgar y desproporcionado y que mujeres y hombres por igual le hacían comentarios maliciosos acerca de él.
Pero las nalgas de Andrés eran “Perfectas”: redondas y turgentes. Su color era tan maravilloso y parejo como el del resto de su cuerpo, sin marcas de bronceado ni imperfección alguna, eran lampiñas y –en un nuevo error- pensé que, tan musculosas, sería difícil abrirlas para llegar hasta su fondo. Tampoco fue así, luego de acariciarlas, lamerlas y morderlas, se abrieron como fruta madura dando acceso a un valle de pelos y aromas dulces. Besé con ternura aquel canal y la cara interna de sus nalgas hasta asegurarme que toda tensión hubiese desaparecido, entonces le besé el culo, beso en el cual me esmeré como el que enseña a amar a una virgen. Tal esmero me ganaría recompensas pues, fuera de aquel tibio refugio, Andrés comenzaba a gemir con su voz ronca de macho “Perfecto”.
…/…