jueves, 1 de noviembre de 2007

Verte y Después Morir, Vol. I


Reza un adagio: “Ver París y después morir". Me gusta pensar que la sentencia realmente se refiere a esa sensación especialísima de realización, éxtasis, arrebato y entrega sin reparo que nos produce el encuentro, así sea solo como espectadores, de algo perfecto…

En términos mucho menos poéticos y limitando la observación a la belleza física masculina, siempre he dicho: Hay unos pocos hombres perfectos a quienes solo mirar es un regalo divino y ante quienes –de llegar a interesarles- cualquier cosa distinta a una total rendición sería pecado mortal. En cualquier circunstancia, en cualquier momento, con cualquier consecuencia; ante el requerimiento de un “Perfecto” solo cabe una opción: la entrega incondicional…

Espero saber explicarme: no se trata de chicos lindos, hombres “recontra-buenos” ni siquiera de esos raros ejemplares que encajan con precisión en nuestra imagen del hombre perfecto (así, con minúscula), no. Un “Perfecto” (con P capital) es un ser que va más allá de lo que siempre hemos deseado, de cualquier fantasía o deseo. Un “Perfecto” es aquel que al cruzar tus ojos se vuelve lo único presente, detiene el tiempo y cuya luz pareciera golpearte el cuerpo diluyéndolo, dejando solo un par de ojos suspendidos en la nada anhelantes frente a sí.

No sé si haya quienes vivan esta experiencia varias veces en su vida o quienes se bajen del tren sin haberla saboreado, solo sé que en mi nada corto recorrido terrenal solamente he visto un “Perfecto” a quien -¡Alabado sea el Señor en las alturas!- llegué a “conocer”…

Esa tarde estaba yo muy tranquilo en plan desintoxicación en el sauna del gimnasio. Era temprano, de hecho, esa hora era inusual para mí pero debido a una cadena de extraños accidentes ese día sólo portaba mi celular y las llaves de casa, así que alcancé allí a mi cuñado para aprovechar su auxilio y concurrir juntos a un “evento-compromiso” familiar. El sitio estaba casi vacío. Sentado en el primer tramo de la tarima de madera divagaba en alguno de mis monólogos tormentosos con la mirada perdida en la vidriera y es que, supongo que para evitar malas tentaciones, el sauna era una salita angosta con una sola fila de asientos de dos niveles que daban de frente a un gran ventanal.

Bien, en eso estaba: “viendo lejos” como dicen por acá, cuando desde los vestidores se presentó una visión: un “Perfecto”, lo supe al instante. Como he dicho uno de los fenómenos cuánticos que acompañan la aparición de un “Perfecto” es la inmediata paralización del tiempo a su alrededor. Por eso lo supe, pues ese instante entre su asomo en la puerta de la zona húmeda y su ingreso al salón, se cuajó y fue eterno permitiéndome detallar su silueta, y es que la luz entraba a borbotones desde los vestidores tras de sí.

Era un muchacho joven, no más de 27 años y una talla superior al metro ochenta. Su cuerpo era un dibujo de Centeno Vallenilla, uno de los gigantes de la Fuente Venezuela: cabeza cuadrada, cuello grueso, espaldas anchísimas que caían en peligrosa pirueta sobre una cintura prieta; piernas de vértigo: muslos gruesos y firmes que se apoyaban sobre sólidas rodillas para luego prodigarse en unas generosas pantorrillas.



Venía desnudo, con una pequeña toalla blanca en la mano. Cegado por la luz, no pude ver lo que tenía entre sus piernas pero bien me hubiese dado por satisfecho con lo visto hasta entonces.

El tiempo reanudó su marcha y el “Perfecto” ingresó a la sala. Bajo las luces fluorescentes pude ahora ver el contenido de la silueta: un mar de piel color aceituna, entre dorada y cetrina, sin marcas ni sombras; todo él parecía estar bañado en cobre líquido. Tres máculas rompían aquella uniformidad: dos pezones rosados que no eran tetillas sino pezones, pálidos y del tamaño de un fuerte, y una moquetita de pelo negrísimo sobre su verga.

En ese instante, como sucede siempre en estos casos, yo no existía me había disuelto en el aire cálido, era solo una mirada plena de deseo.

Aquellos breves segundos me parecieron más que suficientes y, pesimista por convicción, estaba seguro de que el joven pasaría directo al vapor pero no fue así. El “Perfecto” se dirigió hacía mi, abrió la puerta y me miró a los ojos. En ese momento regresé a mi cuerpo y tomé consciencia de que, para él, seguramente yo había ejecutado una rutina de buceo descarado y lamentable, digna de un buen reclamo; pero simplemente entró al cuarto, cerró la puerta y se subió al segundo nivel del entablado clavando los ojos en el infinito.

Esa tarde despejé todo temor a las advertencias de mi abuela: “¡No tuerzas así los ojos muchacho, que te va a entrar un mal aire y te vas a quedar visco!”, pues aquello de mantener una actitud decente, la cara al frente y a la vez recorrer cada centímetro de su cuerpo no era tarea fácil.

Como pude, comprobé que no se rasuraba pues todo su cuerpo estaba cubierto de un vellón muy fino solo apreciable a corta distancia. Confirmé que sus piernas eran perfectas: sus pantorrillas bajaban en una curva deliciosa y amplísima que moría en sus talones. Pude ver que sus manos y pies eran también grandes e impecablemente cuidados y que el perfil de su cara era tan o más hermoso que su visión frontal: su nariz era grande (como todo él) pero armoniosa y diabólicamente masculina, su frente era alta y vertical: un risco sobre el cual rompían olas de un mar endrino, rudos rizos, hilos de ónix.

Pero lo mejor de todo era el espectáculo que ofrecía su verga. Ya he dicho que todo él era grande y me gustaría explicar bien esto: no se trataba de un cuerpo construido a base de ejercicios -claro que se ejercitaba y estaba en tono- pero era obvio que se trataba de estos seres benditos que detentan un cuerpo hermoso por naturaleza y sin esfuerzo alguno. Todo él parecía hecho a una escala mayor, cada músculo hinchado, cada hueso crecido eran así de suyo no por pesas o esteroides… Bueno, siendo un hombre “grande” su pene no estaba fuera de proporción: era grande, quizá de unos veinte centímetros pero el largo se veía compensado (por no decir opacado) por el ancho. Ese pene, un pene “Perfecto”, visto desde abajo y en lateral colgaba como un péndulo entre sus piernas al borde de la grada.

Afortunadamente yo estaba cubierto con la toalla pues la erección que sufría era apoteósica. Recuerdo con gracia que ya llevaba varios minutos en el sauna cuando él llegó y comenzaba a sofocarme pero salir era imposible porque no había manera de esconder mi excitación.

Demás está decir que ni en un solo instante llegue a pensar que a aquel “Perfecto” le pudiese siquiera importar mi presencia y menos aún que tuviese interés en cruzar palabra conmigo, de manera que cuando –con la proeza fisiológica de verlo con la oreja derecha- advertí que la verga se le comenzaba a llenar de sangre me dio como una vaina (y lo siento pero no puedo ser poético: ¡me dio una vaina!). Aquella bestia de bronce empezó a crecer y a crecer, y aunque se veía cada vez más pesada, comenzó a levantarse hasta que se perdió tras su muslo izquierdo luego de lo cual él tomó la toalla (siempre sin verme) y se cubrió.

Era obvio que el “Perfecto” se había excitado, y ante la ausencia de otro ser humano en derredor, la cosa parecía ser responsabilidad mía.

De seguida, él se incorporó, se detuvo frente a mi para descubrir su pene que luchaba por mantenerse a noventa grados del piso y se envolvió en la toalla. Me miró, sonrío y salió pasando directo al vapor.



He dicho que por un “Perfecto” todo riesgo es despreciable así que, decidido a recibir –cuando menos un desplante y, posiblemente, un coñazo- salí a recuperar el aliento y bajar mi propia verga en las duchas frías entrando tan pronto pude al vapor.

…¡Me habló! No recuerdo cómo inició él la conversación, ni cómo fui yo capaz de mantenerla con algo de coherencia, a partir de allí todo es nebuloso en mi memoria, solo puedo precisar que se llamaba Andrés, que era economista, que vivía cerca …y que necesitaba ayuda con el análisis de las disposiciones económicas de la nueva constitución para un informe de su trabajo, cosa en la cual –miren ustedes- yo le podía ser útil.

Me invitó a su casa donde tenía disponible el material necesario: “-Sí, esta misma noche. Si no tienes problema podemos irnos ya…”, cosa a la que accedí de inmediato sin importarme que no tenía un centavo ni papeles encima, que no sabía para donde iba, que me esperaban mi cuñado y mi familia, y con plena consciencia de que aquello no sería más que un descarado chuleo intelectual (¡por lo cual agradecí nuevamente a mis padres el haberme obligado a estudiar como un condenado!).

Me vestí conversando animadamente con mi nuevo amigo que poco a poco fue sacando del locker las piezas de un regio traje de paño oscuro, camisa blanca de mancuernillas, zapatos de piel, una corbata arrechísima. Nada en él era chabacano o de dudoso gusto. Espero poder trasmitirles lo que significó vivir aquel proceso a la inversa: pasar de haber contemplado la absoluta desnudez de un hombre “Perfecto” a verlo luego vestirse a cuatro palmos, poco a poco y con una elegancia absoluta. Aquello era demasiado, ¡demasiado!

No crean que no me asaltaban las dudas, ni en las noches más locas de discoteca, bares o encuentros con amigos de amigos yo me había ido así con alguien. La imagen de una foto mía bajo el titular: “Hombre solo muere en ‘extrañas’ circunstancias” era conjuro suficiente para mantenerme en mis cabales. Pero esa tarde, esa noche incipiente, al ver a aquel Dios moderno, a ese hermoso entre los hermosos acepté el riesgo cierto del más infamante de los asesinatos: “¡Pero me encontrarán con una sonrisa de oreja a oreja!”.

Una vez vestidos salimos del gimnasio, yo rogando no conseguir a mi cuñado en el camino pues la cabeza no me daba para inventar excusa alguna…

No sabía qué carajo iba a hacer, por pura rebeldía ciudadana me había negado a leer siquiera la nueva constitución y además, de las diversas ramas del derecho, el económico nunca había sido de mi interés, así que en realidad la ayuda que le podía ofrecer era nula…

Afortunadamente, él vivía en una zona aparentemente segura y relativamente conocida por mí: a quince cuadras –más o menos- vivía un amigo, cosa que me tranquilizó.

Subimos a su casa, abrió la puerta y me hizo pasar: “-Toma asiento, déjame buscar los papeles y ya estoy contigo”. Seguí a la sala. Camino al sofá encontré un mueble con la típica colección de portarretratos, el más grande: uno de plata que exhibía una foto de Andrés vestido de chaqué y sosteniendo grácilmente a una bella muchacha en traje de novia…



.../...

(Por parecerse algo a él, las imágenes son: 1. "Estatua de la Fuente Venezuela", fotografía de Alex Franka 2. "Magnolias" de Pedro Centeno Vallenilla).

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Te pasaste con este relato!!! Es demasiado bueno, no puedo esperar que postees la próxima parte

Juanjo dijo...

Puedo odiarte con este relato inconcluso.
Me encantan los tipos de los Centeno Vallenilla, son como para comerselos.

Lascivus dijo...

Anónimo: Gracias por la visita y el comentario, trataré de narrar bien lo que sucedió a continuación para que lo disfrutes igual.

Juanjo: En cambio yo a ti cada día te quiero más :oP ...Pues te cuento que los dibujos y pinturas de Centeno Vallenilla eras las pornográficas de mi pubertad.

Anónimo dijo...

Amigo! Que bueno el relato! Estoy muy de acuerdo contigo acerca de como defines al hombre Perfecto. Para mi tambien es algo que va mas allá de lo físico, es algo que se proyecta y que uno logra percibir. Ahora voy a por la segunda parte!

abrazooo

absoluterik dijo...

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